viernes, 25 de noviembre de 2016

Cada uno a su manera

(Incluye un juego)

Una amiga mía dice que yo no leo libros sino que me los estudio. A mí me hace gracia la ocurrencia, pero creo que en realidad algo de eso hay.

Robert Walser Historias de amorEn ocasiones, personas que me conocen pero no mucho, dan por hecho que leo muchísimo, y me preguntan, con curiosidad, cuántos libros leo al mes. Seguramente esperan que les responda con alguna cifra llamativa, pero la verdad es lo contrario: que leo muy poco. Es verdad que leo a diario, pero leo pocos libros al cabo de un mes. Diría que, por término medio, leo tres libros al mes, calculando una media de doscientas páginas por libro y teniendo en cuenta todas las excepciones que se puedan presentar. Es decir, pueden ser cuatro, dos o incluso sólo uno, según las circunstancias.

La escasa cantidad de libros leídos por mí al mes o al año se explica sobre todo por mi notable lentitud. Hay muchas personas que leen dos libros a la semana, o que incluso pueden leer un libro en un día. Yo, en cambio, me desplazo por las páginas como una tortuga por el campo: pasito a pasito, con parsimonia, sin prisas  por llegar al final. ¿Y a qué se debe esa lentitud?, puede que se pregunte alguien. Y la respuesta es muy sencilla: es que además de leer despacio me detengo muchas veces. Leo las frases, las releo, las subrayo;  leo y vuelvo a leer los párrafos que más me gustan, los señalo; vuelvo atrás cuando dudo sobre algún detalle... Y así todo lo que se tercie.
Otras veces ocurre que  la página o el párrafo me resultan tan ágiles -ya sea por su emoción o su ritmo-, que lo leo no como la tortuga sino como la liebre, porque las palabras parecen ir a galope y arrastrarme en su carrera. En esos casos, claro, después de esa primera lectura veloz, también vuelvo atrás para leerlo otra vez más despacito. 

Claro está que todo esto depende de cada libro. Hay algunos en los que no encuentro motivo para tanto detenimiento. Pero cuando sí lo encuentro me parece un desperdicio no leerlos así, con deleite y dedicándole tiempo y atención. Porque lo que me interesa no es sólo avanzar para ver cómo se resuelve la cosa, sino adentrarme y complacerme en todos los detalles de la historia, del lenguaje y de las ideas.
Rebecca Capbell The explorer
The Explorer (Rebecca Campbell)
Y entonces me parece como si la historia, las palabras y los pensamientos que voy leyendo fueran una especie de transfusión,  alguna clase de suero que se deslizara por mi organismo como un esquiador por una pista de nieve: con suavidad y sin freno, y levantando a su paso un revuelo de emociones.

Todo esto no es más que mi manera de leer, mi forma de relacionarme con el libro y que coincide con mi forma general de proceder. Pero no quiere decir que me parezca necesariamente la mejor forma de leer. De hecho, muchas veces me pregunto si es necesaria tanta demora, tanta dilación, para extraer del libro su esencia. Y si no sería mejor dedicar menos tiempo a cada libro y abarcar más, como esas personas que leen diez libros al mes y que en verdad me producen cierta envidia.
Pero supongo que esto no tiene remedio, y que cada uno lee a su manera del mismo modo que hace todo lo demás a su manera.

El caso es que al pensar en esto no he podido evitar preguntarme cómo leerán ustedes. Y como una cosa lleva a otra, he pensado que podría estar bien hacer un pequeño juego, de esos que a veces planteamos en este blog, y que viene a ser lo que ya hicimos en aquella  otra entrada titulada De-text-ives.
Así que si les apetece, la idea es que dejen ustedes aquí sus amables comentarios, pero no con su identificación habitual sino con seudónimo; y que en ese comentario me digan cuál es su forma de leer, cuántos libros leen por término medio al mes o al año, si se consideran lectores lentos o rápidos… en fin, todo lo que les parezca oportuno. Y yo, por mi parte, guiándome por el estilo de esos comentarios, por el idiolecto, o por lo que creo saber o intuir de ustedes como lectores, intentaré adivinar quién se oculta detrás de cada seudónimo.  
Espero que les parezca interesante esta propuesta y, en cualquier caso, espero sus comentarios como siempre.
Muchas gracias.


Oporto librería Lello & Irmao


jueves, 17 de noviembre de 2016

Matías

Cuento

Con su traje de lino, su sombrero de verano y su bastón de adorno, Matías paseaba por la calle como quien no quiere la cosa.
—Qué buena planta tiene este hombre —decían las mujeres al verlo pasar.
—Allá va, como todos los días —decían los hombres, y se guiñaban el ojo unos a otros. 
Y Matías, ligero y jovial como un pajarillo en primavera, seguía su camino hasta la panadería de Manolita como si nada, como si no se diera cuenta de que lo miraban; como si ni siquiera se hubiese dado cuenta de que tenía ochenta años.

Pero los tenía, y se le notaba sobre todo en los recuerdos.
Algunas veces, por las noches, se quedaba pensativo, acordándose de todo. “Madre mía, cuántas cosas han pasado”, se decía. 
Y en esas ocasiones pensaba que quizá sus nietos tenían razón y estaría bien escribir unas memorias.  

Por eso una tarde se sentó a la mesa, con un café y un montón de folios, como los escritores, y empezó a redactar. Escribió sobre sus padres y sus hermanos, anotó algunas anécdotas de la infancia… pero se cansó en seguida. “Será la falta de costumbre”, se dijo. “En estas cosas hay que ir con tiento”. Entonces se acostó y se durmió, y a la mañana siguiente se levantó dispuesto de nuevo a ir por el pan y a vivir el día.

Poco tiempo después, estando de charla con sus amistades, alguien le dijo: 
—Matías, y usted que tiene tan buena cabeza, ¿por qué no escribe sus recuerdos? Seguro que tiene mucho que contar. 
Y Matías volvió a pensar en las dichosas memorias. Y una tarde volvió a sentarse, con su café y sus folios, a escribir. 

Pero algo le impedía avanzar. Era ponerse a rememorar y empezar a sentirse incómodo, como si aquello de andar manoseando los recuerdos le sentara mal. 
Así que dejó la tarea, y mientras se preparaba la cena no podía evitar sonreír al ver el pan que le vendía Manolita. Y además se lo comía con muchas ganas. 

Puso la tele y apareció un médico que estaba dando consejos para la edad provecta. 
—También es muy bueno —decía el galeno— que las personas mayores escriban sus recuerdos… 
—Y dale con los recuerdos—dijo Matías, cambiando de canal. 
Y mirando la pantalla volvió a sonreír pensando en el pan que compraría al día siguiente.


bread basket cesta de pan

lunes, 7 de noviembre de 2016

Sínquisis


Sínquisis, sí.
La primera y única vez que esta curiosa  palabra me salió al encuentro fue al leer los Ejercicios de estilo de Raymond Queneau.
Y aunque todos los textos que componen esta obra son un poco locos (que para eso son de Queneau), lo de la sínquisis me pareció algo tan absurdo y tan psicodélico que sentí mucha curiosidad por este concepto y quise saber más sobre el asunto.

Raymond Queneau
Raymond Queneau
Por eso sé que esta palabra proviene del griego synchysis, “mezcla”; que es una figura retórica que utilizaban con frecuencia los poetas clásicos latinos; y que consiste en colocar las palabras dentro de la frase de manera irresponsable, formando una auténtica mixtura verborum o cacosíndeton, como también se denomina.

Dicho de otro modo, la sínquisis consiste en alterar el lógico orden de las palabras. Vamos, como si la sintaxis en huelga puesto  se hubiese  y las palabras se colocaran como buenamente les pareciera.

Por eso Queneau dice: “Arrogante y llorón con un tono, que se encuentra a su lado, contra el señor, protesta.” O:  “en la Roma plaza de lo encuentro más tarde dos horas...”
Lo cual es como aquello de “Caído se le ha un clavel” pero a lo bruto: el hipérbaton llevado al extremo del disparate.

Yo si la utilización me pregunto de esta técnica tiene alguna finalidad concreta que no sea la pura gana de entretenerse por parte del escritor, o de poner a prueba la paciencia del lector.
Porque desordenadas escribir tan frases, como un puzzle sin montar, hace muy difícil y engorrosa la comprensión del texto. Y no me parece que producir lector en el desconcierto sea la mejor manera de atraer su interés por lo escrito. Más bien me parece que se corre el riesgo de que abandone la lectura, harto de leer frases incomprensibles.
Si yo escribiera algún texto, lo último que lo leyese querría es confundir a quien.
Y si fuese lector de un texto escrito así, con sínquisis, creo que el orden de andar las frases recomponiendo de tener que me cansaría.

Pero la verdad es que, ahora que caigo, leer el texto de Queneau me resultó divertido. Me gustó las frases observar cómo había trastocado y cómo, a pesar de la confusión inicial, y sin llegar a ordenar las palabras de manera lógica, podía intuir el mensaje. Y me divirtió ir en su lugar poniendo las palabras natural, viendo cómo surgía el orden que se escondía en el revoltillo.

Vaya, cuanto más lo pienso, más gracia le voy encontrando a esto de la sínquisis.

Quizá Queneau sólo pretendía jugar con las palabras, algo en lo que era experto; pero tal vez, de paso, este juego sirva para dar relevancia a las palabras mismas, a las relaciones que hay entre ellas y a las leyes que gobiernan el lenguaje, de las que no siempre somos conscientes.
Quizá en estos casos el mensaje sea lo de menos, sólo el medio por el que las palabras se hacen notar  y la excusa para que el lector acepte la invitación de unirse al juego.


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