sábado, 29 de octubre de 2016

Parejas complejas, 11


Hay parejas que además de ser complejas son muy jocosas. Y no me refiero a esas parejas de cómicos que nos hacen reír (o no) en la tele; ni a los políticos que se enzarzan en duelos dialécticos a ver cuál de los dos dice la gracia más graciosa del día.

Me refiero, cómo no, a las parejas de palabras que parecen hechas para ponernos en un aprieto cuando llega la hora de utilizarlas.
Y no es que las palabras sean cómicas per se. Muchas veces, de hecho, son palabras muy serias y circunspectas. Pero es que cuando las utilizamos sin la precisión y la cautela necesarias, formamos sin querer frases que dan mucha risa. Mucha más que los pretendidos chascarrillos de algunos cómicos, y casi tanta como las ingeniosísimas frases que algunos próceres de la política dejan caer en los micrófonos y en las redes sociales.

Beethoven
Beethoven diseñando un tendido eléctrico
Para ejemplificar esto que digo, les presentaré el escabroso caso de la pareja formada por electrizar y electrificar.
Como saben ustedes, electrizar significa exaltar o excitar a alguien, mientras que electrificar, que parece casi lo mismo, es hacer que algo funcione mediante electricidad o proveer de electricidad un lugar.

Sí, las dos palabras parecen casi lo mismo, y que es lo mismo es lo que debieron de creer los responsables del documental sobre Beethoven que vi hace poco, en el que la voz del narrador dijo que el músico, en sus conciertos, era capaz de “electrificar al público”.

A mí me dio risa, la verdad, pero el error es sonrojante.

Por cierto, hace unos días, en la novela Alves y Compañía de Eça de Queirós, leí: “Pero como el empleado se azaró un poco…”
Y entonces una duda me asaltó y me sobresaltó: ¿Azarar? ¿ No es azorar?
Y lo que me dijo el diccionario volvió a sobresaltarme, conturbarme, y causar intranquilidad en mi ánimo.

escudo de Málaga
El escudo de la
denodada ciudad
Porque resulta que azarar significa, mira por donde, sobresaltar, conturbar o sonrojar; mientras que azorar significa, mira por donde otra vez, conturbar y sobresaltar, pero también irritar o infundir ánimo.
Es decir, que si algo nos sobresalta podremos decir que nos azoramos o nos azaramos, sin temor a equivocarnos; pero si nos irrita, sólo deberemos decir que nos azora; y si nos hace ruborizarnos, que nos azara.

Cosas veredes, Sancho amigo.

Y azorada o azarada, es decir, sobresaltada, se sintió una compañera de clase un día, cuando alguien comentó el lema del escudo de la ciudad de Málaga. Porque éste dice: “Siempre denodada - La primera en el peligro de la libertad - Muy hospitalaria - Muy benéfica - Muy noble - Muy leal”.
Y la muchacha, desconcertada, se preguntaba cómo una ciudad hospitalaria, noble y todo eso podía ser denodada. Y es que había confundido denodada, es decir, esforzada o atrevida, con denostada, o sea, insultada o calumniada.

Cuando comprendió el equívoco se le pasó el sobresalto, pero no el sonrojo. Es decir, ya no estaba azorada pero sí azarada.

Y es que las parejas complejas tienen como misión dejarnos en evidencia, sonrojarnos e irritarnos. Eso es algo ya sabido; pero que se recreen rizando el rizo, enroscándose sobre sí mismas y haciéndonos caer en una especie de remolino léxico-semántico, azorándonos, azarándonos, y denostándonos aunque hagamos esfuerzos denonados por aclararnos, es de una mala idea electrizante.


azor
El azor, un pájaro que asusta y sobresalta a otras aves,
y responsable de la pareja azorar/azarar



lunes, 17 de octubre de 2016

El asombro


“Había llegado a ese grado de emoción en el que se tropiezan las sensaciones celestes dadas por las Bellas Artes y los sentimientos apasionados. Saliendo de Santa Croce, me latía el corazón, la vida estaba agotada en mí, andaba con miedo a caerme“.
-Stendhal-


He realizado recientemente un viaje por Portugal, y una las ciudades en las que he estado ha sido Coimbra. Tenía mucho interés en visitar su Universidad (siglo XIII) y en particular la excepcional Biblioteca Joanina (siglo XVI).

La Torre y la Galería  Latina
Cuando preparaba el viaje y supe de la prohibición de hacer fotografías en la Biblioteca no sentí, como cabría pensar, desilusión, sino al contrario, me alegré. Y después, estando allí, comprendí que no podía ser de otra forma. Intento imaginar por un momento a un grupo de personas en la Biblioteca, rodeadas por esos ilustres 60.000 volúmenes, mirando no con los ojos sino a través de un visor o una pantalla, y capturando no las sensaciones sino unas inertes imágenes fragmentadas, y me parece una frivolidad, por no decir una burla.

La Biblioteca era la última etapa de la visita a la Universidad, por lo que antes subí a la Torre, recorrí la Galería Latina, vi la sala de los Capelos,  la de las Armas, la Capilla… Y todo me pareció asombroso.
Cuando llegué a la Biblioteca tuve que aguardar turno, ya que las visitas están programadas de manera que sólo pueden entrar sesenta personas como máximo cada veinte minutos.
Yo había visto, claro está, imágenes de la Biblioteca que me habían dado idea de su esplendor, así que mientras esperaba a que sus puertas se abriesen para mí, me preparaba para contemplar los libros que cubren las paredes y que datan de entre los siglos XV y XVIII; los fabulosos techos, las estanterías doradas, las mesas de maderas exóticas, las columnas de fantasía…

Joao III (1502-1557),
fundador de la Biblioteca
Cuando por fin llegó nuestro turno para entrar, mis acompañantes y yo éramos los primeros del grupo, y de nosotros yo fui la primera en entrar. Y durante un instante, al poner el pie dentro de la sala maravillosa y levantar la vista, me quedé sin respiración.
Y esto no es una expresión. Me sentí intimidada, asombrada, maravillada.
Por un lado me impresionaba pensar que durante esos primeros instantes, al entrar, yo era la unica persona del mundo que estaba viendo aquel lugar. Y me parecía que los libros me miraban desde sus estantes enrejados y me saludaban, permitiéndome contemplarlos.

Pero también sucedía que lo que me rodeaba no tenía nada que ver con lo que yo había visto en imágenes. Era algo no bello sino sobrecogedor. Porque no se trataba sólo de la belleza espectacular que percibía con la mirada; era algo más, algo intangible que no se transmite en las fotografías ni en los documentales. Es algo que sólo se puede sentir estando allí, y que tiene que ver con el saber acumulado durante siglos en aquellos libros; con la capacidad de la mente humana para concebir lugares así; con la voluntad de los hombres de conservar los conocimientos y el arte de quienes los precedieron. Con el afán de crear mundos dentro de nuestro mundo. Y tiene que ver con el silencio, con la solemnidad, con el respeto.

Casi no me atrevo a decir, por temor a resultar exagerada, que todo eso me emocionó de tal manera que no pude contener las lágrimas.
Y supongo que en un caso así es inevitable pensar en el llamado síndrome de Stendhal. Pero no creo que fuera eso lo que me ocurrió. No sentí ninguno de los síntomas físicos que, según los expertos, configuran tal síndrome. No, simplemente fue una emoción muy intensa, una gran impresión, un sentimiento apasionado, provocado por las sensaciones y los pensamientos que he referido.

Y creo que por eso mismo, por proteger esas emociones, esa consideración  y reverencia que merece el lugar, por lo que es y por lo que representa, es por lo que no se permite hacer fotografías. 
Y por eso, aunque había sesenta personas en la sala, sólo se oía ese silencio vivo que se produce cuando callamos por respeto, cuando nos sentimos pequeños porque sabemos que lo que nos rodea es más trascendental que nosotros.


"Este es el emplazamiento que la augusta Coimbra dio a los libros,
para que la Biblioteca le corone la frente"


sábado, 8 de octubre de 2016

Cuento sobre unas botellas


-Mira, Mariola, otra. Ya van tres este mes –dijo Marina
-Debe de haber por ahí muchos naúfragos. O muchos enamorados.
-A veces es lo mismo.
Marina saltó al agua y cogió la botella. Se la dio a Mariola.
-Ábrela.
Mariola sacó el mensaje y leyó: “Lanzo esta botella al mar como lancé mi amor al viento. Si alguien recoje la botella, quizá también ella recoja mi amor.”
-¿La devolvemos al agua?
-No, la guardaremos nosotras. Así nos aseguramos de que se cumpla el deseo de este romántico.

Ni Mariola ni Marina ni ninguna de sus compañeras sabían cuántas botellas habían guardado ni cuántas habían devuelto al mar desde que tomaron la determinación de intervenir en su suerte. Unas veces se trataba de recoger las botellas; otras, de colocarlas en la corriente adecuada para que llegasen donde tenían que llegar, o de acercarlas a la orilla cuando se quedaban atrapadas entre las olas y no hacían más que girar sobre sí mismas.

Pero eran muchas botellas. Algunas las habían encontrado cuando ya habían envejecido en el mar; otras habían acabado estrellándose contra las rocas, derramando su mensaje en el agua.
Y esas botellas perdidas, malogradas, fueron las que habían llevado a Marina a idear su plan de rescate. Porque no podía dejar que tantos mensajes se perdieran, que tantas intenciones quedaran en nada.

Sin embargo, hoy dudaba. Se preguntaba si en verdad su ayuda era conveniente o si estaría en realidad inmiscuyéndose en los planes del destino. ¿O tal vez ella misma formaba parte de esos planes? ¿Cómo saberlo? ¿Y cómo saber siquiera si existía eso que llamaba destino?

Sentada en su roca, con el sol en el pelo, mirando el agua mientras pensaba, Marina vio otra botella flotando, naúfraga, indecisa. Y pensó en el destino, que, fuese lo que fuese,  había llevado la botella hasta allí.
Y entonces, con una elegante sacudida de la cola, las escamas relucientes como espejos de agua y sal, se lanzó de nuevo al agua.


mensaje botella

Nota: Como ven, este cuento no tiene título, sino que está encabezado por lo que es más bien una definición. Y es que ninguno de los títulos que he pensado me convence. ¿Se les ocurre a ustedes alguno? Gracias.