martes, 28 de junio de 2016

Una vida perfecta (I)


(Cuento)


Sólo una persona sabe lo que me ha ocurrido, aunque no conoce todos los detalles. Pero a ti quiero contártelo todo. Quiero que sepas cómo empezó todo y cómo conseguí quedarme aquí.

Durante mucho tiempo tuve pesadillas horribles que me hacían despertar en un grito y sin respiración. Después de uno de esos sueños no quería volver a dormirme, porque temía que la pesadilla siguiera ahí, en alguna parte del cerebro, y que en cuanto cerrase los ojos volviera a mortificarme.

Aun así, al principio no le di mucha importancia. Achacaba las pesadillas a esas causas habituales en las que todos pensamos cuando dormimos mal. Y tampoco me  habría atrevido a hablar de eso con nadie. Se supone que los adultos no tienen pesadillas, y mucho menos se asustan de ellas. No quería parecer un niño al que le dan miedo los monstruos. 
Sin embargo, se fueron haciendo tan habituales que empecé a preocuparme. No sólo estaba siempre cansado y de mal humor; también empecé a temer que esos sueños terribles estuvieran causados por alguna  enfermedad. 
Así que fui a ver a  Simó, el famoso especialista,  al que acabé considerando un amigo.

Después de varias pruebas y muchas preguntas, Simó descartó cualquier enfermedad, y llegó a la conclusión de que mis pesadillas se debían a un estado permanente de ansiedad causado por la falta de sueño. Esto era como decir que las pesadillas estaban provocadas por el mal dormir que me causaban las propias pesadillas. La clave estaba en romper esa cadena.

Simó me recetó algo que me ayudaría a relajarme y dormir mejor, pero también me sugirió, con el tono de quien cuenta un secreto o dice algo que no debiera,  que  cada vez que tuviera una pesadilla anotara en un cuaderno todo lo que recordase y después lo leyera en voz alta.
Te parece absurdo, ¿verdad? Yo tampoco creía que aquello pudiera ser de ninguna utilidad, pero no tenía nada que perder por intentarlo. Así que empecé a llevar un diario de pesadillas, por así decir, y descubrí, con cierta incredulidad, que el solo hecho de ponerlas por escrito me tranquilizaba. Incluso me disponía a dormir pensando que al despertar escribiría lo que soñase, y casi me atraía la idea de ver qué ocurría cada noche en mis sueños.

De esta forma, poco a poco y cada vez más relajado, las pesadillas fueron haciéndose menos frecuentes y menos turbadoras, hasta que desaparecieron por completo.
Y no sólo desaparecieron, sino que en su lugar comenzaron los sueños agradables. 
A veces incluso despertaba sonriendo.

Y tan agradables eran los sueños y las sensaciones que producían, que al cabo de un tiempo empecé a sentir  verdadero deseo de que llegase cada día la hora de dormir, o, mejor dicho, de soñar. Porque ya no pensaba en dormir para descansar, sino para soñar. Ese mundo de los sueños al que antes temía, ahora me gustaba tanto que pasaba el día soñando con soñar.
Y tal vez de tanto soñar, de tanto ejercitar esa capacidad,  mis sueños se hacían cada vez más perfectos, mejor estructurados y más coherentes. Eran verdaderas historias, con un principio, un desarrollo y un final definidos; con personajes bien dibujados, escenarios precisos y diálogos o pensamientos muy claros.
Y  cada vez los recordaba mejor.

Simó me dijo que los sueños nos engañan, que lo que recordamos no es exactamente lo que hemos soñado,  sino la composición más o menos ordenada que nuestro cerebro consigue elaborar a partir de una serie caótica y simultánea de imágenes e impresiones. 
Pero yo sabía que mis sueños  no eran así.  No eran naipes caídos al azar sobre un tapete, sino escenas ordenadas según una secuencia lógica.

Al cabo de un tiempo había adquirido tal habilidad para soñar que llegué incluso a dominar los sueños, a dirigirlos según mi voluntad.



Casa abandonada en Namibia



sábado, 18 de junio de 2016

Corazón de chicle

(octavo aniblogsario) 

Ya ven ustedes, Juguetes del viento cumple otro año más. Y está tan contento  y emocionado que se le alborotan las palabras y casi no sabe qué decir.
Porque cumplir un año más, un año bloguero, no es poca cosa. Al contrario, es una gran cosa, y más si, como en este caso, el blog no sólo sobrevive sino que verdaderamente vive y crece.
Claro que el mérito no es suyo, sino de los lectores. Porque cada visita, cada comentario, cada seguidor y cada minuto que ustedes pasan aquí son una inyección de energía, de vitalidad  y de motivación.

Este año, además, el corazón del blog, que parece de chicle, se ha ensanchado un montón. Faltan algunos nombres de lectores que ya no vienen por aquí (lo cual es algo lógico), pero son más los nombres nuevos que contiene. Y tan maravilloso es que haya nombres nuevos como que el corazón siga incluyendo nombres que llevan años ahí. 
Como siempre digo, yo no dejo de asombrarme, y de dar la gracias, por esa fidelidad, por esa presencia incansable de quienes llevan tanto tiempo viniendo por aquí, algunos desde el principio y muchos sin faltar a una sola entrada.  Y  a eso, teniendo en cuenta las ocupaciones de cada cual, los avatares de la vida y los ires y venires de las circunstancias, yo le doy muchísimo valor.

Además, para mí lo más importante no es que los lectores de este blog sean muchos o pocos, sino su talla personal e intelectual, que se percibe a través de sus comentarios. Muchas veces me han dicho, en vista de esos comentarios, que tengo lectores de lujo,  y muchas veces he dicho yo que lo mejor de mis entradas son los comentarios que reciben. Porque todos aportan grandes cosas a Juguetes del viento: lucidez, ingenio, entusiasmo, curiosidad, originalidad, conocimientos, buen humor, estilo, inspiración…

Por eso, tanto los lectores que llevan mucho tiempo  acompañándome como los que han ido llegando durante este octavo año de blog, hacen que me sienta, de todo corazón, privilegiada.

Con todos estos elementos, ¿cómo no va a estar el blog más fuerte y más guapo cada año? Así que, amigos míos, este nuevo aniblogsario no podría ser más feliz y estimulante.

¡Muchísimas gracias a todos!





martes, 7 de junio de 2016

En busca del autor perdido


Hace un par de años leí un libro titulado Famous Affinities of History,  que es una colección de ensayos sobre historias de amor legendarias:  Marco Antonio y Cleopatra, la reina Isabel y el conde de Leicester, Charles Dickens y Ellen Ternan, Victor Hugo y Juliette Drouet, y muchas otras.

El libro es muy ameno, y nos da una interesante visión del carácter de cada personaje, pero sin  detalles impertinentes. Al contrario, el estilo es elegante, sobrio y con un cierto tono de misterio que hace la lectura absorbente.
El autor de esta obra se llama Lyndon Orr (1856-1914), de quien yo no tenía noticia en absoluto. Y al parecer no era la única, pues busqué información sobre él y no encontré nada.

Sí vi  muchas páginas  donde comprar o leer el libro, que, por cierto, parecía ser el único que este autor había escrito. Pero aparte de esto no encontré ningún dato sobre su persona, salvo las fechas de nacimiento y muerte, que figuran junto a su nombre en las referencias de la obra.

En su momento, por la razón que fuese, abandoné mis pesquisas, pero hace unos días, al repasar el libro, pensé que era muy extraño que no hubiese ninguna información sobre el autor de una obra que se encuentra en la red tan fácilmente. Así que me puse a buscar de nuevo.

Y de nuevo encontré muchos resultados para adquirir, leer e incluso escuchar el libro,  y  algunos otros que  llevaban a personas llamadas también Lyndon Orr pero que no tenían nada que ver con el escritor. Y vi también un resultado que me sorprendió: era un artículo de Wikipedia sobre un tal Harry Thurston Peck. ¿Qué tendría que ver este mister Peck con Lyndon Orr para que saliera su nombre en mi búsqueda? 
Leí el artículo en seguida, pero no había en él ni la menor referencia a Lyndon Orr. ¿Sería aquello un error wikipédico, un enlace equivocado? Me parecía difícil, pero si no era un error, ¿por qué aparecía  “Harry Thurston Peck” al buscar  “Lyndon Orr” si al parecer no había entre ellos niguna relación?

Entonces probé a buscar en Google los dos nombres juntos, y llegué así un sitio en el que aparecía una ficha  del libro en la que leí: Author: Lyndon Orr, Harry Thurston Peck.
“¡Cáspita!”, me dije,  “¿entonces es que Famous Affinities of History es de autoría conjunta?” Pero si fuese así,  ¿por qué en todas las ediciones y referencias que he visto del libro sólo aparece Lyndon Orr como autor?
¿Y  por qué tampoco en el artículo de Wikipedia ni en otras reseñas biográficas que leí sobre Peck se mencionaba tal colaboración?

Entonces pensé en otra posibilidad: Harry Thurston  Peck debía de ser el editor de Lyndon Orr. No en vano  había leído que Peck fue, entre otras cosas, editor.
Pero otra vez me equivocaba.

El caso es que al leer la biografía de Harry Thurston Peck quedé un tanto impresionada, por lo que abandoné momentáneamente mis indagaciones sobre Lyndon Orr para dedicarle mi atención a Peck. Porque resulta que H. T. Peck fue una especie de genio literario caído en desgracia.

Nació en Connecticut en 1856 y fue un estudiante brillante que se formó en París, Berlín, Roma y la universidad de Columbia. Y tras graduarse, en 1888, se convirtió en prestigioso catedrático de latín de la misma universidad. Además colaboraba en periódicos y revistas, escribió numerosas obras propias y fue también traductor, crítico y editor. Era muy respetado y admirado en el mundo académico y periodístico; fue un afamado orador y un escritor muy reconocido en los círculos literarios.

Pero en 1908 todo empezó a cambiar para mal. Su esposa lo acusó de abandono, por el mucho tiempo que dedicaba al trabajo, y se divorció de él. Dos años después,  cuando iba a casarse por segunda vez, su secretaria lo denunció por haber roto su promesa de matrimonio con ella para casarse con Elizabeth du Bois. Peck negó esa promesa de matrimonio que alegaba la secretaria, pero la prensa difundió el asunto, sin importar que fuese verdad o no. Además se publicaron unas cartas de amor presentadas por la secretaria, aunque él insistía en que tales cartas no eran suyas.

A causa de este escándalo Peck fue expulsado de la universidad. Y aunque finalmente la demanda de la secretaria fue desestimada por el tribunal,  la reputación del profesor ya estaba manchada para siempre.
Abandonado por Elizabeth du Bois, arruinado, enfermo e ignorado por sus colegas, Peck sobrevivía con trabajos ocasionales de poca importancia y residía en una modesta habitación, alquilada para él por su primera esposa.
Su estado físico y psicológico llegó a tal grado de debilitación que el 23 de marzo de 1914 Harry Thurston Peck se suicidó de un disparo en la cabeza.

Pero esta triste historia de injusticia y traición no me hizo olvidar lo que me llevó hasta ella: mi búsqueda de Lyndon Orr, búsqueda que hasta el momento sólo me había permitido conocer sus fechas de nacimiento y muerte. 
No sé si ustedes han reparado en un detalle que yo tardé en observar, y es que las fechas de Peck y Orr son las mismas: 1856-1914.
¿Sería éste el motivo por el que los enlaces de internet llevan a Peck cuando se busca a Orr? 
Creo que Google funciona demasiado bien como para eso, así que entonces  ya sólo cabía una posibilidad: que Lyndon Orr y Harry Thurston Peck fuesen la misma persona.

Y esta idea fue cobrando fuerza en mí cuando caí en la cuenta de que había leído, en alguno de los artículos consultados, que Peck escribió a veces utilizando seudónimos. Y también cuando comprobé  que Famous Affinities of History, el libro que dio origen a toda esta pesquisa, fue publicado en 1914, es decir, que fue escrito cuando el nombre de Harry Thurston Peck  ya estaba desprestigiado. Sin duda por ello decidió publicarlo con seudónimo, o se vio obligado a ello.

Y con esta idea en mente, realicé otra búsqueda con nuevos parámetros, esperando confirmar mi teoría.
Y efectivamente, llegué hasta un foro  cuyos responsables se  habían enredado en la misma intriga que yo, y que, después de "mucho trabajo detectivesco", habían finalmente hallado la clave en un artículo del Marion Daily Star del 13 de abril de 1911; artículo en el que se dice que “…Lyndon Orr, que escribe de forma tan amena, y quizás sincera, sobre los grandes romances de la historia, es en realidad el catedrático Harry Thurston Peck”. 

Después, para terminar de confirmar la resolución del caso, encontré un sitio en el que, como autor del libro, figura el nombre de Peck entre paréntesis después del de Lyndon Orr; y otro en el que se especifica “Lyndon Orr pseudonym of Harry Thurston Peck”.

Con el  misterio de la identidad de Lyndon Orr ya resuelto, me paro a pensar y me parece que ésta es una de esas historias que leídas en una novela resultan dramáticas y lacrimógenas. Pero que siendo un caso real, enfada y conmueve.
Y me conmueve no sólo la historia en sí, sino el hecho de que este hombre, que lo había perdido absolutamente todo por culpa de un asunto parecido al amor, tuviese aún aliento para escribir precisamente sobre grandes y apasionados romances.
Quizá es que lo único que no perdió, a pesar de todo,  fue la fe en el amor.


Artículo de prensa de 1914 sobre el suicidio de Peck.