domingo, 29 de mayo de 2016

El villano, el bizarro y el letrado


En varias ocasiones me han preguntado por el  lema que figura en la cabecera de este blog: “Léalo el curioso, ámelo el discreto y abunde en su sentir”. Y parece que eso de “ámelo el discreto” no se entiende bien.
Conocemos la palabra  discreto con el sentido de prudente, moderado, reservado, alguien o algo que no destaca. Pero originalmente esta palabra se refería al que está “dotado de discernimiento”, ya que discreto proviene de discretus que es el participio de discernere
Y éste, claro está, es el sentido que tiene el término discreto en el susodicho lema.

Las palabras, como las personas, cambian a lo largo del tiempo, modificando su significado, perdiendo algunas de las diversas acepciones que puedan tener, o ganando acepciones nuevas. Esto último, de hecho, está ocurriendo en la actualidad a diario, debido a la tecnología. Palabras como subir, bajar, descargar, pirata o piratería, ventana, y tantas otras, tienen ahora significados que no tenían hace un par de décadas. Y esto se ha convertido en algo tan cotidiano que no nos llama la atención.

Más sorprendente nos resulta, quizá, el hecho de que algunas palabras hayan perdido el significado que tuvieron en otras épocas.
El lingüista  David Crystal dice que una palabra puede perder su significado, o uno de sus significados, porque el concepto denominado por ella deja de tener validez para el hablante;  ya sea porque esa palabra adquiere connotaciones negativas, o porque uno de sus sentidos empieza a expresarse con otra palabra que se considera más moderna; o porque los hablantes vamos otorgando nuevas interpretaciones a los conceptos abstractos.
Es decir, los cambios semánticos se producen por motivos psicológicos, sociales y culturales.

Y yo creo que hoy día estos cambios se producen sobre todo por la influencia de otros idiomas. 
Hace algún tiempo hablamos  aquí  de la palabra bizarroEsta palabra, que procede del italiano bizzarro (iracundo, altanero), significa en español “valiente”, “arriesgado” y  también “generoso”:

“Ellas, antes, viéndolo tan hermoso, tan bizarro, tan ardiente…”
(Eduardo Barrios. Gran señor y rajadiablos, 1948)

“Era el recién llegado un caballero bizarro, de noble y elevada estatura y de esbelto tallo; vestía una sencilla armadura…”
(Nicasio C. Jover. Las amarguras de un rey, 1856)

Pero cada vez  con más frecuencia esta palabra se utiliza con el sentido de “extraño, inusual”,  que es el significado que tiene bizarre en inglés. Y así se habla de “concursos bizarros”, “noticias bizarras”, etc.
Así que si sigue extendiéndose el uso de este sentido y la palabra bizarro cambia definitivamente su significado en español, podremos decir que nosotros asistimos en directo a ese proceso de modificación semántica.

villano
El clásico villano
El caso es que donde hay un caballero bizarro suele haber también un villano, por lo que me pregunto si ese tipo “ruin, indigno o indecoroso” ha sufrido  también algún cambio semántico.
Y resulta que sí, porque originalmente el villano, del latín villanus, era el vecino o habitante de una villa o aldea.
¿Cómo pasaría el vecino de la villa a convertirse en un tipo ruin? Como el villano, es decir, el labriego, el hombre del campo, era lo contrario del hidalgo, del aristócrata, supongo yo que si había algún malvado por ahí tenía que ser un villano. Porque bien sabido es que de la nobleza jamás ha salido un bellaco, ¿verdad?

Si leemos libros escritos no hace unos cuantos siglos, sino sólo unas décadas, encontraremos muchos ejemplos de estos cambios semánticos. Debido a esto algunas expresiones nos resultan incomprensibles, o, cuando menos, chocantes. Y éste, por cierto, es uno de los motivos por los que se dice que las traducciones tienen caducidad, como los yogures.
Un ejemplo emblemático es el caso de la novela Los monederos falsos (Les faux-monnayeurs, 1925) de André Guidé. En los años treinta, cuando se publicó esta obra en español, la palabra monedero tenía el significado de “fabricante de moneda”, y la locución monedero falso por lo tanto designaba al falsificador. De hecho  el diccionario de la RAE   recoge tal cual la expresión monedero falso y la define como “persona que acuña moneda falsa o subrepticia, o le da curso a sabiendas”.

Pero hoy día la palabra monedero  ha perdido, al menos en el habla común,  la acepción de “fabricante de moneda” y significa sólo el estuche en el que se guardan las monedas, por lo que monedero falso hoy resulta una expresión extraña e incluso absurda.*

Por cierto, si hemos de vérnoslas con un villano y con un monedero falso, nos convendría contar con un letrado. Pero ojo, un letrado de hoy día, porque originalmente un letrado era sencillamente una persona que  sabía leer y escribir:

“…alto, hermoso, rudo, valiente, emprendedor, poco letrado, pero locuaz en extremo…”
(Pedro Antonio de Alarcón. Buena pesca, 1854)

Y relacionada con las letras está también la palabra letrero, que antes de significar “cartel” o “anuncio”, significó, precisamente, letrado:

“¿Por qué?, dirá el menos letrado o letrero de mis lectores.”
(Ángel Muro. El practicón, 1893).

Estos cambios de significado a mí me fascinan, no sólo por el propio hecho del cambio, que es en sí mismo algo interesantísimo desde el punto de vista lingüístico, sino sobre todo porque  demuestran la conexión tan profunda e indisoluble que existe entre el lenguaje y la vida; entre el lenguaje y nuestra esencia humana. Pues del mismo modo y al mismo tiempo que cambiamos nosotros y nuestra sociedad, cambia el lenguaje,  reflejando y revelando cómo  a lo largo del tiempo se modifican nuestras actitudes, nuestra forma de pensar y nuestra forma de entender el mundo.






*existe ya una traducción actualizada, con el título de Los falsificadores de moneda, realizada por María Teresa Gallego en 2012 para Alba Editorial.


miércoles, 18 de mayo de 2016

Al pie de la letra (una nueva aventura semántica de Pascualito)


Una noche, mientras su madre le ayudaba a ponerse el pijama, Pascualito dijo:
-Mamá, dime una palabra que yo no sepa.
La madre no se sorprendió mucho por esta petición, ya que conocía de sobra la afición de Pascualito por las palabras. Así que, tras pensar un poco, dijo:
-Pacífico. ¿Sabes qué significa pacífico?
-No –dijo Pascualito emocionado. Porque Pascualito se emocionaba cada vez que oía una palabra nueva. Incluso a veces, cuando la palabra le resultaba muy especial, daba un respingo y todo.
-Pues pacífico –dijo la madre– es lo mismo que tranquilo.
Y Pascualito escuchó muy atento todo lo demás que su madre le contó sobre esta palabra. Y así aprendió que además hay un océano que se llama Pacífico y una flor que también se llama así. Y que él era un niño pacífico y que esa palabra está relacionada con la paz.
Qué contento se acostó Pascualito, y qué bien durmió, soñando con niños pacíficos que jugaban a la orilla del mar rodeados de flores.

Unos días después, mientras  su padre le ayudaba a acostarse, Pascualito dijo:
-Papá, dime una palabra que yo no sepa.
-A ver que yo piense… –dijo el padre. Y casi en seguida añadió:
-Peregrino. ¿A que no sabes lo que es un peregrino?
Y mientras negaba con la cabeza, Pascualito abrió mucho los ojos esperando la revelación de este nuevo misterio.

Aquella noche el padre y la madre se preguntaron, sin ninguna preocupación, a qué se debería esa nueva manía de Pascualito de pedir una palabra antes de acostarse, y a continuación cada uno cogió el libro que tenía en la mesita de noche  y se puso a leer.

Al día siguiente la madre le dijo a Pascualito:
-Anda, cielo, traéme las gafas, ¿quieres? Están en mi mesita de noche.
Y Pascualito fue al dormitorio de sus padres, se acercó a la mesita de noche  y cogió las gafas, que estaban encima de un libro. Como estaba aprendiendo a leer y no se resistía a probar con todo letrero que se le pusiera por delante, se fijó en el título del libro: Pacífico. Y Pascualito empezó a hacer conjeturas (aunque él no sabía que esas ideas que se le venían a la cabeza se llamaban conjeturas).
Entonces en la mesita de noche de su padre vio otro libro. Se acercó y leyó el título: El peregrino de las estrellas. Y Pascualito dio por confirmadas sus conjeturas (aunque él no habría sabido explicar tal cosa).

Todo esto de las palabras nocturnas de Pascualito se debía a que unos días antes había oído a alguien decir: “Nunca te acostarás sin haber aprendido algo nuevo”. Y al niño aquello le había parecido algo que había que tomarse muy en serio, como cuando los mayores dicen: “Nunca te acuestes sin cenar”, o  “Nunca te acuestes sin cepillarte los dientes”.
Así que Pascualito, cuando se acercaba la hora de acostarse, se ponía a pensar, y si no recordaba haber aprendido nada nuevo aquel día, pedía una palabra. Porque a él le parecía que lo mejor que se puede aprender son palabras. Ya intuía él que con las palabras se aprende todo lo demás.

Y por eso, cuando vio los libros que sus padres tenían en la mesita de noche,  conjeturó que ellos también seguían el mandato de no acostarse sin haber aprendido algo nuevo, y que para aprender algo nuevo cada día leían libros, que para eso están llenos de palabras.


Hibiscus Pacífico

Aquí, la primera historia de Pascualito

lunes, 9 de mayo de 2016

Detrás de los visillos


En ocasiones, cuando miramos con cierta atención un edificio, nos preguntamos cómo serán esas casas por dentro y qué vidas habrá en ellas. Y entonces nos fijamos en una ventana en particular y sentimos curiosidad por quién vivirá en aquel piso concreto, el de la persiana medio bajada, el del visillo que se agita. Quizá una familia, quizá unos estudiantes, quizá una persona sola. ¿Y quién será esa persona, cómo será su vida?¿Qué estará haciendo en ese momento? Quizá esté leyendo un libro, o hablando por teléfono; quizá esté trabajando en el ordenador, o limpiando el polvo, o viendo una película mientras come. ¿Y qué película estará viendo? ¿Será feliz esa persona? Las preguntas que se nos ocurren son  infinitas, porque la vida de cualquier  persona es un mundo de infinitas circunstancias y posibilidades.

Quizá por las mismas razones los libros de segunda mano tienen un atractivo y un encanto especial. Porque, igual que ocurre con las ventanas, sabemos que detrás de ellos, detrás de sus visillos,  hay personas concretas y reales. Y eso siempre supone un misterio.

Aquí ya hemos hablado en varias ocasiones sobre los libros de segunda mano, y en particular sobre lo mucho que a algunos nos gusta encontrar en esos libros un rastro de quien los poseyó antes. Una huella que representa una pista minúscula sobre  el dueño de ese libro.
exlibrisEse rastro o huella que alguien deja en un libro puede ser cualquier cosa: unas líneas subrayadas, una nota escrita en un margen, un pétalo de flor prensado entre las palabras, un papel con alguna anotación…

La huella más personal que puede tener un libro es el nombre de su dueño, ya sea escrito a mano o en una etiqueta o un sello, es decir, en un ex libris. Y esto es suficiente para que algunos echemos a volar la curiosidad y nos  preguntemos mil cosas sobre esa persona y por qué el libro ya no está con ella.
Porque los libros que llevan esa marca de propiedad, tienen que haber sido muy especiales para alguien:

Cuando veo un libro que lleva su ex libris me siento obligado a tratar ese libro con especial consideración. Lleva consigo el certificado del amor de su dueño […] Muchas veces he pescado libros viejos de los cajones de los mercadillos de libros, los he comprado y me los he llevado conmigo simplemente porque tenían los ex libris de sus anteriores dueños.
(Eugene Field. Los amores de un bibliómano, 1885)


Las librerías de segunda mano son un buen sitio para los libros cuando éstos ya no pueden permanecer, qué más da el motivo, con sus dueños.  Son un lugar donde empezar una nueva vida, donde encontrar nuevos lectores que les den otra vez utilidad. Son la casa de acogida de los libros, donde esperan a que alguien les dé un nuevo hogar.

Creo que encontrar en esos estantes o cajones de saldo libros que tienen uno de esos rastros únicos nos da un sentimiento especial. Nos parecen más olvidados, más solos.
Y también nos dan un sentimiento especial los libros que llevan otra marca, otro “certificado de amor” que no es el ex libris ni la firma de su dueño; que tampoco es una nota al margen ni un recorte de periódico; ni un marcapáginas olvidado ni un pétalo de rosa. Son los libros que tienen una dedicatoria. Y eso sí que hace único al libro.

A mí me cuesta imaginar que alguien que recibe un libro dedicado se deshaga voluntariamente de ese libro. Porque es deshacerse de una muestra de cariño o de afecto. Es como deshacerse de un abrazo.

El caso es que si cualquier libro de segunda mano nos lleva a imaginar y fantasear sobre sus dueños anteriores, los libros con dedicatoria estimulan nuestra curiosidad y nuestra imaginación de doble manera. ¿Quién sería la persona que firma la dedicatoria? ¿Por qué regaló ese libro en particular a esa persona en particular?

Por eso cada vez que he comprado un libro de segunda mano y he encontrado en él un rastro de su vida anterior me ha parecido que el libro tenía dos historias que contarme: la que se narra en sus páginas y la que oculta tras sus visillos.


anton pieck
La librería (Anton Piek, 1930)