domingo, 31 de enero de 2016

Estuve en Noblis

Estuve en Noblis, la ciudad de la que tanto me habían hablado y que nunca tuve interés por visitar.

Al llegar, con la primera impresión, me pregunté por qué todos hablaban de Noblis, si aquel parecía un lugar sin gracia, digno sólo de olvidar.
Pero durante el primer paseo empecé a comprender.
Noblis es singular. Lo que en cualquier ciudad moderna se evita o incluso se prohíbe, en Noblis se tolera y hasta diría que se fomenta.
Lo que en cualquier otro sitio se considera deshonroso, en Noblis es respetable. Lo que en nuestra ciudad  rechazamos, en Noblis nos conquista.
Las  fachadas ruinosas, los azulejos rotos, los metales oxidados, la sábanas tendidas en los balcones como velas de una fragata, dan a las calles un aire de pobreza, de descuido, de desidia, que sorprende y desconcierta al recién llegado. Pero en seguida reconocemos que Noblis ha conseguido hacer del abandono y la decrepitud un estilo, una demostración de carácter.
Porque a esa decrepitud la llaman decadencia y entonces nos seduce.
Las palabras importan mucho.

En otra ciudad diríamos: “Está todo muy viejo”. En Noblis decimos: “Tiene todo mucho encanto”.
Y lo cierto es que lo tiene, y comprendemos que la belleza de lo marchito es real, y nos atrae  y nos transmite serenidad.
Parece en Noblis que nadie se preocupa por el paso del tiempo, y que cuando algo se ha de deteriorar, se le permite deteriorarse.

Pero al mismo tiempo hay por todas partes detalles que denotan un gusto primordial por la perfección, por la armonía, por el color. Se ve en las fachadas decoradas con pintura o con mosaicos, donde florecen las guirnaldas, los dibujos geométricos y la exhuberancia de inspiración clásica.

Y por otro lado, esa quietud que el descuido infunde, contrasta con el bullicio de la gente y el tráfico. Y con el traqueteo vertiginoso de los tranvías, también ellos desvencijados y con la pintura descascarillada, que reptan y se estremecen por las calles como fósiles vivientes, vestigios de otros tiempos, pasados hace ya mucho.

La sensación que aparece sin buscarla cuando me acuerdo de Noblis, cuando me acuerdo sin voluntad de recordar, es la de una ciudad soleada y provocativa, orgullosa de su aspecto, como una mujer mayor y coqueta, que se arregla pero sólo lo justo; que no pretende aparentar lo que no es ni esconde lo que sí es.
En esta ciudad ajetreada y plácida al mismo tiempo, parece que dijeran a los visitantes: “Vengan, vengan con su ritmo frenético de turistas y mézclenlo con nuestra parsimonia. Y vengan con sus deseos de tranquilidad y agítense en nuestro pintoresco vaivén.”
Sí, por fin estuve en Noblis, y me hubiera gustado que estuvieras conmigo.



lunes, 18 de enero de 2016

El misterio del diccionario



Los diccionarios son una herramienta fundamental para mí, tanto por razones profesionales como por interés o gusto personal. Los utilizo a diario, y, quizá porque no dejo de sorprenderme con su utilidad y la magnitud de su alcance, también me resulta muy interesante el proceso de elaboración de estas obras lexicográficas.

La creación de un diccionario puede parecer  –y lo es– una tarea ardua y lenta; incluso  tediosa y propia de eruditos sin vida social. Un trabajo, en fin, nada emocionante.
Sin embargo, a veces, el proceso de elaboración de un diccionario puede deparar sorpresas asombrosas y contener  elementos tan misteriosos y enigmáticos como los del más interesante caso ideado por Agatha Christie.

Y eso precisamente es lo que ocurrió en el siglo XIX durante la elaboración del prestigioso Oxford English Dictionary (OED).

Sucedió que en 1857, los sabios de la British Philological Society, decidieron crear un diccionario que recogiera el significado y la etimología de todas las palabras de la lengua inglesa conocidas desde el siglo XII. El diccionario habría de incluir también, como elemento distintivo, citas literarias que ilustraran los diferentes significados de las palabras.

Los inicios del proyecto ya fueron azarosos. Herbert Coleridge fue nombrado editor, y como tal empezó el buen hombre a elaborar definiciones de palabras. Pero al poco tiempo enfermó y falleció. Su sucesor, llamado Furnivall, tenía, al parecer, más interés en invitar a señoritas a pasear en barca por el Támesis que en encerrarse en su despacho a escribir definiciones. Así que lo sustituyeron. Esta vez el elegido fue Sir James Augustus Henry Murray, un hombre con una asombrosa capacidad de trabajo y grandes conocimientos. Y también grandes barbas, por cierto.
James-Murray en 1910
Sir James es un personaje muy interesante del que merece la pena hablar, y más cuando se acaba de cumplir el centenario de  su muerte. Pero por ahora sigamos adelante con el diccionario y su misterio.

Murray se levantaba a las cinco de la mañana y trabajaba doce horas diarias, y aun así, al cabo de cinco años él y sus colaboradores sólo habían llegado a la palabra “hormiga”. Esto no estaría  mal si no fuera porque en inglés hormiga se dice “ant”.  Es decir, que en cinco años no habían podido ni terminar las entradas correspondientes a la letra A.

Pero entonces, en 1879, el sabio tuvo una gran idea: hizo un “llamamiento a las personas que hablan y leen inglés para que lean libros y extraigan citas para el nuevo diccionario de la lengua inglesa de la Sociedad Filológica”. En el llamamiento también se explicaba en qué consistía el proyecto y se incluía una “lista de libros para los que se necesitan lectores”. Entre esos libros estaban, por ejemplo, los Poemas Menores de Chaucer; El progreso del peregrino, de Bunyan; la prosa de Milton; Robinson Crusoe, de Defoe; el Gulliver de Jonathan Swift; la mayoría de las obras de Charlotte Bronte, de Byron, de Coleridge, de Hawthorne, etc.
Esta petición de colaboradores tuvo una respuesta maravillosa, pues los responsables del Diccionario empezaron a recibir  miles y miles de notas de lectores de todo el mundo de habla inglesa, que enviaban cada día  las citas que seleccionaban de los libros que iban leyendo y que fueron ilustrando el uso de cada palabra registrada en el OED.

Pero si todo esto ya es de por sí curioso y emocionante, más interesante aún es el hecho de que hubiera un colaborador misterioso. Alguien cuyas aportaciones al OED fueron asombrosas, pues estuvo enviando citas literarias, perfectamente organizadas en índices, cada semana, durante muchos años.
¿Quién sería esa persona, este voluntario y voluntarioso lector, que tan en serio se tomó la petición de Murray? Debía de ser sin duda un gran lector y un gran trabajador.

Llegó un momento en que Murray se interesó personalmente por saber quién sería este dedicado colaborador. Y con sorpresa supo que, según el anónimo remite de sus envíos, se trataba de alguien que escribía desde Broadmoor. Desde el manicomio de Broadmoor.
Murray pensó que se trataría de un médico, y desde luego, el colaborador misterioso era médico…
William Chester Minor era un estadounidense, nacido en 1834, que había sido cirujano militar; un hombre culto y refinado, que leía con avidez, pintaba acuarelas y tocaba la flauta. Quizá demasiado refinado y sensible para soportar la crueldad y la barbarie que presenció durante su servicio en la Guerra Civil Americana. Incluso en una ocasión fue obligado a marcar a fuego la letra D en la cara de un desertor. Todo esto dio pie a una grave inestabilidad mental.
William C. Minor
Y a esto se unió el hecho de que padecía también una obsesión por las prostitutas que lo llevaba a comportarse de manera cada vez menos aceptable para el ejército. Después de un tiempo hospitalizado, se le declaró incapacitado y fue jubilado en 1871.

Entonces viajó a Londres para descansar, pero allí su mente siguió atormentándolo, y se obsesionó con la idea de que aquel soldado al que le marcó la cara lo buscaba para vengarse. Y una noche, convencido de que su perseguidor  lo había encontrado, salió a la calle y mató de varios tiros a un hombre que pasaba por allí camino de su trabajo.
En el juicio por el asesinato de este hombre, William Minor fue declarado loco, y así fue como ingresó en el manicomio de Broadmoor. Tenía 37 años.

Los responsables del asilo le permitieron tener libros en su celda  así como material de pintura. Además pudo mantener correspondencia con diversos libreros de Londres a los que con frecuencia hacía pedidos de libros, llegando a convertir su celda en una verdadera biblioteca. Es probable que en alguno de esos libros que recibía encontrara una copia del famoso llamamiento del doctor Murray solicitando la  colaboración de voluntarios para el OED. En seguida esto se convirtió en su pasión y su razón de vivir.

Como en toda historia trágica, en ésta tampoco faltan elementos conmovedores. Por ejemplo, que Minor, consciente, a pesar de su locura, de lo que había hecho, prestara ayuda económica a la viuda del hombre al que había matado, y que ella fuera en varias ocasiones a visitarlo y llevarle libros.
Y que el bueno del doctor Murray, enterado de la sorprendente historia de este abnegado colaborador, fuera a conocerlo y siguiera visitándolo con frecuencia durante veinte años,  y que se ocupara de que Minor fuese finalmente trasladado a su patria. Además, en el prefacio al quinto volumen del OED, Murray incluyó una mención al Dr. W. C. Minor, en sincero reconocimiento por su extraordinaria colaboración.
Y también  emociona ver cómo una pasión, en este caso la pasión por los libros y las palabras, puede dar un nuevo sentido a una vida rota.

Ni Minor ni Murray llegaron a ver terminada la obra a la que tanto trabajo, tiempo y amor habían dedicado, cada uno desde su lugar.
El sabio y entrañable filólogo murió en julio de 1915, a los 78 años, cuando trabajaba en la letra U.
El loco y desventurado cirujano falleció en 1920, en una residencia de ancianos, en Connecticut.
La primera edición del Oxford English Dictionary se publicó en 1928.




Una novela sobre este asunto: El profesor y el loco, de Simon Winchester (Editorial Debate, 1999).

domingo, 10 de enero de 2016

Premios Gamba. El regreso

 
Como quizá recuerden algunos de ustedes, los Premios Gamba son un modesto reconocimiento que en este blog rendimos a las meteduras de pata lingüísticas  que con frecuencia se producen en los medios de comunicación (televisión, prensa, webs de empresas, etc.) y a veces también en los libros.
 
Y como hace tiempo que no nos deleitamos aquí con esos gambazos, resbalones y deslices, me ha parecido oportuno traer hoy una pequeña recopilación —o sea, un cóctel de gambas— de casos varios recogidos y catalogados durante este pasado año.
 
En el primero de ellos, una alegre reportera informaba en una ocasión sobre una huelga del servicio de recogida de basura. Para destacar el importante trabajo de los servicios mínimos, dijo que se había hecho “un esfuerzo infrahumano”.
Obviamente el esfuerzo debió de ser “sobrehumano”, si no qué mérito tendría. Pero confundir infra- con sobre- es como confundir arriba con abajo, o sea, que no tiene ninguna importancia.
 
Otro día, un colaborador de un programa en el que se comentaban casos truculentos de la actualidad, se refirió a unos vehículos relacionados con un caso criminal. Al respecto comentaba el buen señor que “los coches se han revisado hasta la extremaución”.
¿Qué terrible confusión se produjo aquí? Ya se habrán percatado ustedes: debió decir extenuación (agotamiento), pero se le mezcló con extremaunción (unción que realiza el sacerdote católico a quien se halla en trance mortal) y salió un híbrido de lo más peculiar.
Estamos aquí ante un caso grave de contaminación fonética o malapropismo, es decir, lo que en este blog llamamos parejas complejas.
 
Otro escabroso caso de resbalón léxico con síntomas de pareja compleja es el que se produjo cuando un vivaracho reportero televisivo explicaba los detalles de un asesinato y dijo:  “En cuanto a la perpetuación del crimen…”
Obsérvese la falta de pericia del susodicho reportero, que utilizó  perpetuación (hacer algo perpetuo o perdurable) en lugar de perpetración (cometer un delito grave).
A no ser que el asesino siguiera matando a la víctima indefinidamente, claro.
 
Hace algún tiempo recogimos aquí el terrorífico caso de una presentadora que tradujo con gran desenvoltura y desacierto un titular de un periódico extranjero. El titular decía:  "Spain piles on austerity measures", lo cual  significa que España acumula medidas de austeridad. Pero ella lo tradujo como “España se pone las pilas con las medidas de austeridad”.
Después de semejante ridiculez alguien debería haberle dicho que no se precipitara con las traducciones, que fuese consciente de que no todo es lo que parece, que no confiara tan alegremente en sus conocimientos de inglés… en fin, que la hubiesen llamado a la prudencia.

Pero se ve que no hubo nada de esto, ni propósito de enmienda ni dolor de los pecados, porque hace poco la misma  persona tradujo otro titular con la misma falta de precaución y de conocimientos.
En esta ocasión el titular decía: "Venezuela elite probed over drug trafficking", es decir, que altos cargos de Venezuela estaban siendo investigados con relación al tráfico de drogas. Pero ella lo tradujo como “Demostrado que la élite de Venezuela trafica con drogas”.
Confundió probe (investigar) con prove (demostrar), y la confusión convirtió en acusación firme lo que de momento no era más que sospecha.
Fíjense ustedes en lo grave que puede llegar a ser una traducción apresurada o realizada por quien cree tener unos conocimientos que no tiene. E imagínense una metedura de pata de ese estilo en un documento oficial o en un tribunal...
 
Libro y foto de Pedro G.
Además de las meteduras de gamba y patinazos que hemos consignado hoy, ha habido en los últimos meses otros resbalones que también merecen un reconocimiento y un lugar en nuestros corazones. Por ejemplo, el aclamado caso del político que presentó un decálogo de cinco propuestas; el de los políticos que se pasaban unos a otros la pelota caliente; el del futbolista que dejó en la estocada a su equipo, o la del sospechoso de asesinato que guardaba un asa en la manga. O sea, algo a lo que agarrarse.
Y para terminar, observen ustedes qué terrible, pero terrible de verdad, es el patinazo que recoge la foto que me manda un amigo:
 
 


 

viernes, 1 de enero de 2016

¿Controqué?

 
Contrónimo.
He aquí una palabra audaz, decidida, enérgica. Una palabra muy apropiada para empezar el año.
Pero ¿qué son los contrónimos? Pues, por decirlo de una manera sencilla, son  palabras indecisas, incoherentes, que se llevan la contraria a sí mismas. Palabras a las que se podría aplicar aquello de “donde dije digo, digo diego”.
Porque, en efecto, un contrónimo es un término que significa una cosa y su opuesta, según le parezca. Es decir, que es antónimo de sí mismo. De hecho también se denominan  autoantónimos, aunque hace falta practicar un poco antes de llamarlos así en público.
En resumidas cuentas, los contrónimos son palabras con doble personalidad.

Y no crean ustedes que son raros ni infrecuentes los contrónimos. Son palabras que usamos todos los días -o casi todos- aunque no nos damos cuenta de su carácter caprichoso y veleta.
Pensemos en unas cuantas palabras y en sus opuestos. Por ejemplo: lo contrario de comprar, vender; lo contrario de dar, recibir; lo contrario de ganar, perder; lo contrario de alquilar… alquilar.
En efecto, la palabra alquilar es un contrónimo, porque significa tanto “comprar el uso de algo” como “vender el uso de algo”. Por lo tanto, “Ya he alquilado el piso” puede significar tanto que soy el dueño del piso como que soy el inquilino (que no el alquilino, como dijo aquél).
 
Y lo mismo ocurre con arrendar y con prestar.
Decimos “Tengo un libro prestado” y puede significar que alguien me lo ha prestado a mí o lo contrario, que yo se lo he prestado a alguien. Es decir, que en este caso concreto prestar significa tanto “perder un libro para siempre” como “quedarse con un libro para siempre”.
 
Hay dos terminos contrónimos en particular que a mí personalmente me confundieron mucho durante mucho tiempo. Uno de ellos es sancionar, que yo siempre entendí como “aplicar un castigo”, hasta que descubrí que las leyes y las normas se sancionan pero con el sentido contrario. Es decir, que sancionar una norma no significa castigarla sino autorizarla o aprobarla.
Y el otro es uno que me desconcertó en mi infancia –y me sigue desconcertando hoy día, pero ahora disimulo-: el verbo “ponerse” cuando se aplica al sol. “El sol sale por el este y se pone por el oeste”, nos decían. Y la confusión era tremenda porque en este caso “ponerse” significa en realidad “quitarse”.
 
Hay dos contrónimos que son especialmente curiosos, porque uno de sus significados es de uso común mientras que el otro es bastante desconocido. Por eso es fácil que se interprete como error el uso de ese otro significado. Se trata de lívido, que significa originalmente “amoratado” pero también ha adquirido ya el significado de “pálido”;  y de nimio, que significa “sin importancia” y a la vez “excesivo, exagerado”. De los dos dimos más detalle aquí en su día.
 
Cuando supe de esta singularidad que tienen algunas palabras, comprendí varias cosas. En primer lugar comprendí que no es tan descabellado decir que algo es mortal o de miedo cuando en realidad no se trata de algo funesto o peligroso sino de algo muy bueno.
Y también comprendí por qué en ocasiones utilizamos el verbo acabar con el sentido de empezar. Así decimos, por ejemplo: “Paquito y Piluca han acabado saliendo juntos”, cuando lo que ocurre es que han empezado a salir juntos. Por eso conviene aclarar la situación si alguien nos dice “Me gustaría acabar contigo”.
 
Pero, sobre todo, gracias a este concepto de la contronimia, comprendí que todo es contradictorio en sí mismo; que el ser humano y todo su universo es en esencia paradójico; y que el lenguaje y las palabras, que tan ilógicos pueden parecernos a veces, son el más lógico y coherente reflejo de ese carácter insensato que nos identifica.
 
 
Puesta de sol ferroviaria (E. Hopper, 1929)