jueves, 21 de mayo de 2015

El cuaderno en los tiempos del móvil


Puede parecer que el teléfono móvil y los cuadernos nada tienen que ver entre sí, que ni son rivales ni se complementan; que pertenecen a ámbitos de uso muy distintos. El teléfono móvil es un objeto moderno, tecnológico, funcional y multifunción. En cambio, el cuaderno es antiguo y elemental; funcional y práctico, sí, pero no sirve más que para anotar cosas. Qué primitivo. 

Y además, para colmo, esa única función del cuaderno también la ha usurpado el móvil.

Así es: además de sus funciones exclusivas, también tiene el móvil un uso que tradicionalmente correspondía a los cuadernos o similares. Por ejemplo, cuando alguien nos daba su número de teléfono (fijo, claro), lo anotábamos en un cuaderno o en una agenda. Ahora nos hacemos una llamada perdida y ya tenemos los números registrados en nuestros aparatos. Y para comunicar otros datos, como una dirección, un nombre, etc, nos mandamos un mensaje de texto o, si hay confianza, un wasapillo.
Y antes, cuando íbamos a una librería y nos interesaba un libro que no íbamos a comprar en ese momento, sacábamos un cuaderno y anotábamos los datos del libro. Ahora sacamos el móvil y le hacemos una foto. Ya no hay que anotar nada. No hace falta papel ni bolígrafo ni lápiz. Incluso, llevando la cosa al extremo, ni siquiera hace falta saber escribir.

Pero lo cierto es que las cosas no están tan mal para el humilde bloc y la modesta libreta. Muchas personas, como yo misma, seguimos utilizándolos a diario. Y aunque no podamos prescindir del móvil y el ordenador, nos mantenemos fieles a los instrumentos de escritura manual, que, según para qué, cómo y cuándo, siguen siendo más prácticos, cómodos y rápidos que los aparatos tecnológicos más novedosos. A ciascuno il suo, que dijo Leonardo Sciascia. A cada cual lo suyo.


Y es que a mí me parece que los cuadernos siempre son necesarios. Yo tengo muchos y todos en uso. En uno voy apuntando los libros que me acechan y me incitan a leerlos (porque ya sabemos que contra ese empeño no hay nada que hacer); en otro tomo notas cuando asisto a alguna charla, taller o clase; en otro copio frases de los libros que leo y que no quiero perder de vista; en otro escribo ideas y borradores... Sí, los cuadernos son necesarios e insustituibles.

¿Y qué hay de la permanencia? ¿Cuánto tiempo conservamos un texto anotado o recibido en el móvil y cuánto una nota apuntada en un cuaderno? ¿Cuánto tiempo puede un cuaderno estar guardado en un cajón, conservando indelebles sus anotaciones? 

Pero no es sólo que muchas personas sigamos utilizando este medio tradicional como memoria externa; es que parece que precisamente ahora, en los tiempos del móvil, el cuaderno ha pasado de ser un simple elemento práctico a convertirse en un objeto también estético. Y al igual que esos libros que, en los tiempos del e-book, se publican en ediciones muy cuidadas y atractivas, también los cuadernos saben vestirse de gala y hacerse admirar.

Pero ya sea en el bloc más artístico o en el más sencillo, las palabras y los datos anotados a mano resultan más vinculados a nosotros e incluso más verdaderos, y sin duda más duraderos, que los transmitidos por un mecánico y  fugaz tecleo.

"La felicidad es... sentarse tranquilamente a escribir en un cuaderno."



domingo, 3 de mayo de 2015

Leer o releer, he ahí el dilema


Recuerdo que en una ocasión, en el instituto, un profesor nos habló de su frustración porque nunca podría llegar a leer todos los libros que querría, y que se arrepentía del tiempo que no había aprovechado para leer a lo largo de su vida.
Quizás aquel profesor era un poco exagerado en sus emociones, pero la cuestión es que sus palabras me hicieron pensar por primera vez en la lectura como algo infinito, inabarcable y en cierto modo, sí, frustrante.

Más tarde, a esta conciencia de la imposibilidad de leer todo lo que querríamos, añadí otro motivo de desasosiego: empecé a darle muchas vueltas a la cuestión de la relectura. Me preguntaba, y he seguido preguntándomelo hasta hace poco, qué sería mejor, si leer solo libros nuevos, es decir, libros que no hubiera leído antes, o releer libros que me hubieran gustado mucho. Durante mucho tiempo, y después de haber releído algunos, no tuve dudas: con tantos libros que había por leer, era una locura dedicar las horas a leer libros repetidos.
Y así estuve mucho tiempo, años, sin releer ningún libro, por mucho que me hubiese gustado alguno en particular. Siempre me acordaba de las palabras de mi profesor y me vencía la idea de que había que aprovechar el tiempo para lecturas nuevas, para leer las demás obras de los autores que me gustaban y para descubrir otros que me podrían gustar.
Pero un día, no sé por qué razón, empecé a cambiar mi forma de ver este asunto. Hacía ya unos cuantos años que había leído La conjura de los necios, un libro que fue para mí una especie de revelación, que me divirtió mucho y me hizo pensar mucho. Y un buen día, sin otro motivo aparente que el buen recuerdo que tenía de esta novela, sentí muchas ganas de volver a leerla. Sin dudar y haciendo caso omiso de mi propio convencimiento, me puse a ello y descubrí que, al contrario de lo que había pensado durante todo aquel tiempo, la relectura no me resultó, ni mucho menos, una pérdida de tiempo, sino un tiempo muy bien empleado.
 
Desde entonces, cada vez que he releído un libro he comprobado que es verdad lo que dice Stephen King: que un buen libro no nos revela todos sus secretos de una vez. Y eso es precisamente lo que nos hace volver a leerlo: el saber, o más bien sentir, que no nos lo ha contado todo, que aunque hayamos leído ya todas sus páginas, sigue teniendo algo que decirnos. Y claro, nosotros queremos saberlo.
Aunque también creo que, a veces, lo que buscamos en la relectura no es lo que el libro nos pueda ofrecer de nuevo sino volver a encontrarnos con algo que ya conocemos, con algo que ya nos ofreció y que es algo que nos reconforta. Hay libros que nos hacen sentir bien, porque nos vemos reflejados en ellos, porque nos hacen ver que no estamos solos en nuestras cuitas, porque nos dicen cosas que nos ayudan de una manera o de otra. Y por eso volvemos a leerlo, para volver a escuchar esas palabras que nos consuelan o nos alientan o cuya melodía, simplemente, nos agrada.

Claro está que no cualquier libro merece una relectura. De hecho, algunos no merecen ni una primera lectura, y se pierde mucho más el tiempo leyendo un libro que no nos satisface, que nos deja indiferentes, que releyendo, las veces que nos apetezca, un libro que nos resulta provechoso.
Ya dijo Oscar Wilde que si no disfrutamos al leer un libro otra vez, es que ese libro no merecía la primera lectura. O, en palabras de Susan Sontag: “No merece la pena leer un libro que no merezca la pena releer.”

Creo que con frecuencia nos ocurre como a aquel profesor, que sentimos una especie de ansiedad por leer más, que nos impide disfrutar realmente de la lectura; una avidez que nos lleva más a acumular libros leídos con premura que a obtener beneficio de ellos.
Por eso, al contrario que en el título de esta entrada, con los libros no debería haber dilemas ni decisiones que tomar.
No hay que elegir, sino leer y releer según nos apetezca, sin estropear con ansiedad ni impaciencia el placer de pasar las páginas con deleite y dedicándoles el tiempo que queramos, las veces que queramos.
Siempre será un tiempo bien empleado.