miércoles, 30 de julio de 2014

Cuento. Yin Bai, siempre puntual

 
Yin Bai  era el empleado más puntual de su empresa. Y probablemente de toda la ciudad. En diez años no había llegado tarde ni una sola vez. Y no solo no llegaba tarde, sino que llegaba con tiempo de sobra, sin prisas ni carreras.
Cada mañana se levantaba a la misma hora, como un gallo, desayunaba, se acicalaba y partía hacia el trabajo a ritmo de paseo.
Cuando empezaban a llegar sus compañeros él ya estaba en su mesa con las tareas del día organizadas.
-Siempre puntual, Yin –le decían unos.
-No hay quien te haga sombra, Bai –le decían otros.
Y Yin Bai sonreía ufano, orgulloso de su puntualidad sin tacha.
Lo más curioso de este asunto era que Yin Bai no tenía despertador.
-¿Y cómo te las apañas para levantarte a tiempo? –le preguntaban los compañeros.
Y él respondía que todo era cuestión de disciplina y que cada noche al acostarse, se ordenaba a sí mismo despertarse a una hora determinada; y que el cuerpo y la mente, doblegados por la rutina y por el sentido de la responsabilidad, obedecían sumisos de manera natural. Y añadía:
-Se trata de programar el reloj biológico. No hace falta otro reloj.
Y los compañeros lo miraban con admiración, subyugados por la sabiduría y la espiritualidad que desprendían sus palabras.
 
Sin duda Yin Bai era un hombre disciplinado y responsable como él solo. Y bastante metafísico también.  Pero el verdadero motivo por el que no tenía despertador no era su espiritualidad ni su dominio del cuerpo y la mente.
El verdadero motivo era algo de lo que nunca hablaba. Pues lo cierto era que Yin Bai era también algo supersticioso y bastante asustadizo. No soportaba el martilleo agudo y enervante del despertador, pero no porque le resultara irritante, como a todo el mundo, sino porque le daba miedo.
Y es que Yin Bai estaba convencido de que por las noches, mientras dormimos, el alma abandona el cuerpo para viajar al mundo de los sueños. Y también estaba seguro de que el alma necesita tiempo para volver y estar de nuevo en su sitio cuando el cuerpo despierte.  Así que si el cuerpo se veía obligado a despertar bruscamente, el alma no tendría tiempo de regresar. Y a Yin le aterraba la idea de despertar sin alma, sin emociones, convertido en un mero cuerpo vacío, una cáscara ambulante, un muerto interior.
Un día llegó a la empresa una nueva empleada. Se llamaba Song See y no era, ni mucho menos, la muchacha más hermosa que Yin hubiera visto jamás. Pero se enamoró de ella en seguida. Son cosas que pasan.
Con el transcurso de los días, el trato amable que ambos se profesaban y el descubrimiento paulatino de gustos e intereses en común, Yin y Song se hicieron muy  buenos amigos.
Y como Yin estaba enamorado y Song mostraba cada vez más simpatía por él, Yin empezó a sentirse un tanto alterado: estaba distraído, le costaba concentrarse y le fallaba el apetito.
Yin sabía a qué se debía este estado emocional, por lo que no se asustó mucho, pero lo malo era que su famoso reloj biológico, ese mecanismo infalible en el que confiaba plenamente, empezó a desajustarse.
Tanto era así que su consabida puntualidad desapareció y se hizo habitual que llegara a la oficina con el tiempo justo, casi tarde.
-Yin, ¿qué te está pasando? -le decían los compañeros entre risas-. ¿Se ha quedado sin pilas tu reloj biológico?
Y Yin, desconcertado no por las bromas sino por la razón que las motivaba, empezó a preocuparse. ¿Qué pasaría si continuaba así, si empezaba a descuidar sus rutinas y a llegar tarde al trabajo? ¿Es que ya no podía confiar en su reloj interno?
Un viernes de primavera Song le propuso a Yin ir de excursión el domingo, invitación que él aceptó con muchísimo gusto y bastante temor. ¿Cómo estar seguro de que se levantaría a tiempo?
“No me queda más remedio”, se dijo, “que tomar una decisión drástica, como los grandes héroes de la historia”. Y tragando saliva pensó: “Tengo que arriesgar mi alma, pero merecerá la pena.”
Y fue a la tienda de electrónica y compró un despertador.
Aquella noche, por primera vez en su vida, Yin Bai puso un despertador en su mesita de noche y programó la alarma.
Se acostó y, a pesar de sus temores, quizá por el agotamiento que le producían sus inquietudes, se quedó dormido muy pronto.
 
Sin duda esa noche su alma voló al mundo de los sueños como todas las noches, y cuando el despertador sonó, Yin abrió los ojos sobresaltado y desconcertado. Durante unos segundos no se atrevió a moverse ni a respirar siquiera.
Pero enseguida se dio cuenta de que no se notaba vacío, de que no había perdido su alma por el brusco despertar,  como había temido toda su vida,  sino todo lo contrario: se sentía repleto de ilusión y más vivo que nunca.
 
 

 

domingo, 20 de julio de 2014

No nos pongamos fonéticos

 
Uno de los aspectos de la lengua española que más gusta a los extranjeros que estudian nuestro idioma es que la ortografía les resulta muy fácil, porque es “muy fonética”. Es  decir, que entre la forma en que se escriben las palabras y la forma en que se pronuncian hay una correspondencia casi exacta: al contrario de lo  que ocurre en muchos otros idiomas, en español la m con la a siempre se pronuncia ma; la p con la o siempre se pronuncia po, etc.
 
Antonio de Nebrija (siglo XV),
el primer ortógrafo español
Es cierto que hay algunos escollos en ese mar tranquilo, como la h, que se escribe pero no se pronuncia; la existencia de b y v, que siendo grafías diferentes representan el mismo sonido; las combinaciones ge y gi, que suenan igual que je y ji, y algunos otros casos similares, que nos obligan a aprender específicamente que determinada palabra se escribe de una manera y no de otra.
Poca cosa, me parece, sobre todo si se compara con otros idiomas cuya ortografía  es mucho menos fonética y cuyo caso extremo es el inglés.
Por eso me llama mucho la atención que haya hispanohablantes que se quejen de la ortografía española y digan que hay que modificarla para que sea total y absolutamente fonética y represente con total fidelidad la pronunciación.
Pero ¿la pronunciación de quién?, cabe preguntarse. Porque obviamente una misma lengua no se pronuncia igual en todas las áreas geográficas en las que se habla.
Pero eso es lo que propone Juan Andrés Gualda Gil, que, en su libro Ortografía americana de la lengua española y en su web, promueve una renovación de la ortografía para los países hispanoamericanos, ya que, según dice, la ortografía que compartimos los hispanohablantes no refleja de ninguna manera la forma en que se pronuncia el idioma en dichos países.
Y, coherente con su propuesta, escribe de aquesta manera:
 
“A pesar de qe la lengua en America ha experimentado sustansiales cambios y es hablada por unos 420 millones de personas (nada menos qe el 93% de todos los hispanohablantes), las normas linguisticas qe la rijen son las del dialecto castellano hablado tan solo por unos 30 millones en el sentro y norte de España.”
 
Pero si nos vamos a poner fonéticos, nos ponemos del todo. Y como la ortografía española tampoco refleja la forma en que se pronuncia el español en Málaga o en Córdoba, por ejemplo, ¿habría que pedir por ello una ortografía para cada zona geográfica?
Con lo práctico y lo útil que es compartir una ortografía común, con la que todos nos entendemos; una ortografía que, por cierto, no refleja ni pretende reflejar una pronunciación específica de una zona, sino una pronunciación estándar, de referencia, es decir, un modelo consensuado de lengua, libre de las peculiaridades fonéticas de las distintas regiones donde se habla esa lengua.
 
Se supone que con esta renovación ortográfica propuesta por Gualda Gil se pretende resolver, entre otras cosas,  “el caos ortográfico que existe actualmente en el ámbito escolar”, según leo en la web. Pero a mí me da la sensación de que ese supuesto caos se convertiría en una verdadera catástrofe si se introdujeran las modificaciones que este lingüista defiende.
 
Pensemos por un momento en los libros. ¿Se utilizarían los que están escritos con la actual ortografía mientras se les enseña a los niños la nueva? ¿Estarían las editoriales dispuestas a reeditar todos sus libros, reescritos con la nueva ortografía? ¿Cuánto les costaría eso a las editoriales y cuánto al consumidor?
 
También me resulta curioso el hecho de que se propongan cambios ortográficos a tan gran escala cuando tanta polémica y rechazo se genera ante la mínima modificación que proponga la RAE. Rechazo que quizá se deba a que el hablante no acepta fácilmente que se modifique de un plumazo  su patrimonio cultural más íntimo y su herencia recibida. 
 
La cuestión es que la ortografía está siempre sujeta a cambios y tiende a la simplificación, como demuestra, sin ir más lejos, la propia historia de la palabra, que originalmente se escribió orthographía. Pero esta evolución ha de producirse de manera gradual,  sin imposiciones ni prisas, como demuestra, a mi modesto entender, el hecho de que en diferentes épocas haya habido otros intentos de renovar la ortografía española que han fracasado.
Dicen los que apoyan estas propuestas que dicho fracaso se debe a las imposiciones de la RAE, que al parecer debe de tener un gran poder y dominio sobre las academias americanas. Pero lo cierto es que en otros países, como en Estados Unidos y Reino Unido, también, desde el siglo XIX,  se han hecho intentos de simplificar la ortografía inglesa y también han fracasado. Lo máximo que se ha logrado ha sido la eliminación de algunas letras superfluas en algunas palabras, o la convivencia de dos formas, como phantasy y fantasy.

¿Qué opinan ustedes? ¿Les parece la ortografía española tan difícil, tan complicada y caprichosa como para que se haga necesario remodelarla por completo? ¿Bastaría con leer algún libro de vez en cuando para que la forma escrita de las palabras se aprendiera de manera espontánea?

 
En este supermercado de Madrid ya han modificado
 la ortografía por su cuenta.
 

lunes, 7 de julio de 2014

El diamante de Thackeray




Se dice que las grandes obras de la literatura se reconocen porque superan la prueba del tiempo, porque décadas y siglos después de haber sido creadas resultan tan actuales y pertinentes como cuando se escribieron. Porque quienes las leen doscientos o mil años después, recogen su mensaje, se conmueven y se reconocen en los personajes y sus peripecias como si no los separara ninguna distancia.
Y es que a veces resulta sorprendente comprobar, leyendo obras de otras épocas y otras culturas, cómo el ser humano es siempre el mismo, en todo tiempo y lugar, con los mismos deseos, los mismos miedos, las mismas necesidades y, en muchas ocasiones, hasta el mismo sentido del humor.

Todo esto se aprecia en La historia de Samuel Titmarsh y el gran diamante Hoggarty, escrita por William M.Thackeray en 1841,  una obra ingeniosa, divertida, conmovedora y ejemplarizante, que presenta casos y hechos tan propios de nuestros días que a ratos nos sentimos tentados de volver a comprobar la fecha en que fue escrita.

Thackeray dijo, en el prefacio a la primera edición de esta obra, que a los editores del libro “les preocupa que la moraleja del cuento -es decir, que la especulación es peligrosa y que la honradez es el mejor camino-, señale especialmente al pueblo británico.”
Y en efecto, esta sátira moral alude a la sociedad inglesa, pero hoy día sabemos que sus males y sus defectos no son exclusivos ni de un país ni de una época. Como tampoco lo son sus virtudes.

Samuel Titmarsh es  un joven e ingenuo empleado de una gran empresa de seguros que, a causa de un diamante que recibe como regalo, y sobre todo por su falta de maldad y por la confianza que deposita en quienes no la merecen, se ve envuelto -víctima y sospechoso- en un fraude financiero de gran alcance. 
Él mismo nos cuenta su historia desde el punto de vista de quien aprendió una lección por las malas, y desea compartir su escarmiento por si su experiencia puede resultar de utilidad al lector.

Uno de los aspectos de esta  novela que a mí más me llaman la atención es que pesar de los amargos episodios que el bueno de Samuel tiene que sufrir, no hay acritud ni rencor en el tono de su narración, siempre impregnada del candor del joven Titmarsh, que incluso cuando se burla del esnobismo de ciertos personajes o refiere la maldad de otros, mantiene su actitud bondadosa y comprensiva. Da la sensación de que Thackeray exagera la inocencia y credulidad de sus personajes buenos -que llegan a parecer algo Tit  (bobo)- para más resaltar la vileza de los malos.
Pero sin duda Thackeray está a favor de los buenos. A los malos nos los pinta bastante ridículos en su ruindad.

Por suerte para Samuel también abundan en su historia las escenas felices, los momentos conmovedores y los pasajes cómicos, en un magistral y delicado equilibrio de emociones que recorre toda la novela.
Por eso podremos reírnos con la pretenciosa señorita Brough y sus inútiles intentos de hablar francés y resultar grácil y delicada; con el cobardica señor Preston y con la mandona señora Roundhand; con el descarado Bob Swinney y con la despistada condesa Drum. Nos indignaremos con el miserable Smithers, con la vil tía Hoggarty y con el retorcido señor Brough. Y nos emocionaremos con el fiel Gus Hoskins, con la dulce Mary Smith y con la bondadosa señora Stokes.

Esta pequeña joya literaria es una de las primeras obras de su autor y una de las menos conocidas, pero, como ocurre tantas veces, la popularidad de una obra no siempre se corresponde con sus valores. Y en este caso, la inteligente combinación de crítica, humor y sensibilidad, que caracteriza el estilo de Thackeray; la amenidad y ligereza de la narración, y la vigencia y contemporaneidad del argumento hacen que leer La Historia de Samuel Titmarsh hoy día sea como hacer un entretenido viaje al pasado cuyo destino es el presente.



 
 
William M. Thackeray. La historia de Samuel Titmarsh y el gran diamante Hoggarty.
Editorial Periférica, 2014.