viernes, 27 de junio de 2014

Magia postal


Últimamente he vuelto a pensar mucho en las cartas, en la comunicación epistolar al estilo clásico. Y no solo por lo mucho que me gusta a mí esa forma de comunicación, sino porque en estos días varias personas de mi entorno han hecho referencia, en diferentes ocasiones, a la añoranza del correo postal y a cómo ha ido perdiendo vigencia frente al correo electrónico, los mensajes de móvil, etc.

Sin embargo, aunque es cierto que la comunicación escrita en papel y a mano es ya algo poco frecuente, a mí me da la sensación de que su uso no se perderá nunca, aunque se mantenga de forma discreta.

Me refiero a que, como pasa con otras manifestaciones culturales (como los discos de vinilo, por ejemplo), cuando lo tecnológico, lo nuevo, se impone relegando a sus precedentes, surge, de forma paralela, una especie de rebeldía, de reacción, por parte de quienes consideran que lo clásico es superior en ciertos aspectos y que lo moderno no es necesariamente de más calidad ni más cómodo.

Sea como sea, la cuestión es que lo de escribir cartas a mí me ha gustado mucho siempre. Ya de pequeña, con diez u once años, en las vacaciones de verano me carteaba con dos o tres compañeras del colegio, por saber de ellas, claro, pero sobre todo porque me encantaba ese ritual de contar cosas por escrito, guardar el papel en un sobre, escribir los datos, ponerle un sello y finalmente dejar caer la carta en el vacío de un buzón, una especie de bidón amarillo que estaba en plena calle, con la total confianza de que desde allí, de algún modo, llegaría a la casa de mi amiga.

Un día vi algo que me maravilló. Vi a un señor abriendo uno de esos buzones por detrás. Yo nunca me había fijado en esa puerta trasera, y entonces vi que de allí recogía un saco de tela, donde comprendí que iban las cartas.
Aquella visión fue como descubrir el truco con el que un mago hace que una moneda que ha guardado en una caja aparezca en la oreja de un espectador.
Y pensé que aquel trabajo de recoger y repartir las cartas era fantástico.

Recuerdo que cuando escribía aquellas primeras cartas no estaba segura de cómo escribir el sobre, y que mi padre o mi madre me indicaban dónde tenía que poner mi nombre y dirección (yo era el remitente, ¡menuda palabra!) y dónde  el nombre de la amiga a la que escribía, que era el destinatario (¡otra!). Y debajo ponía su dirección y más abajo la ciudad, que podía ser en el norte de España, donde una de ellas veraneaba, o mi propia ciudad, a cuatro calles de distancia de mi casa. 

Porque, efectivamente, una de mis amigas y yo podíamos reunirnos cualquier tarde, en su casa o en la mía, para jugar y  hablar de nuestras cosas, pero era mucho más divertido enviarnos cartas y recibir respuesta. Y desde luego me parecía sorprendente que hubiera personas, adultos, cuyo trabajo consistía en hacer posible que mis amigas y yo nos divirtiéramos de aquel modo.

Muchas de esas cartas las conservo aún, y aunque su remitente y sus destinatarias ya no se volverán a escribir, esos sobres y su contenido siguen representando para mí la magia de la comunicación por medio de la escritura y la emoción del mensaje lanzado al vacío con la confianza y la certeza de que alguien lo llevará a su destino.

Por suerte, hoy día, en perfecta armonía con la comunicación electrónica –que también tiene mucho de magia-, sigo encontrando en mi buzón sobres de papel que contienen lo que la comunicación electrónica no puede transmitir: la calidez de la escritura manual, del trazo único y personal de cada letra, y el tiempo que alguien me ha dedicado con ese ritual que yo conocí de pequeña y que me entusiasmó para siempre.

 
 
 

martes, 17 de junio de 2014

Ya son seis

 
 


 
Sí, amigos, ya son seis. Juguetes del viento cumple seis años este 18 de junio.
 
Hay que ver cómo ha crecido, ¿eh? Parece que fue ayer cuando salió a la luz por primera vez, cuando llegó al mundo, con más miedo que otra cosa.
Y qué endeblito estaba el pobre, sin imágenes, sin comentarios, sin enlaces… no tenía nada y apenas recibía visitas, pero era lógico, porque casi nadie se había enterado de su nacimiento.
Sin embargo, poco a poco empezaron a llegar amigos, todos con muy buena voluntad y cargados de regalos en forma de  palabras amables, generosidad de corazón y sonrisas.
Y así fue creciendo, convirtiéndose en un blog fuerte, cada vez más saludable y más bonito –o eso me parece a mí- y cada vez más contento, porque además de conservar a casi todos aquellos primeros visitantes que vinieron, a lo largo de este tiempo ha seguido recibiendo otros nuevos, que han llegado también con esos regalos que tanto le gustan y algunos más, inesperados y sorprendentes. Alguno de esos nuevos amigos hasta ha viajado en el tiempo para conocerlo desde sus inicios. Y otro, que lo conoce bien,  le hizo un  precioso retrato que refleja a la perfección su sentido y sus orígenes más remotos. 

Todo esto es una maravilla, una sorpresa y una alegría constante, y no saben ustedes lo feliz y agradecido que está. Muchas veces se emociona y todo, que lo he visto yo.
Así que aquí está,  con sus seis años recién cumplidos y animado para seguir cumpliendo más.
Eso sí, si tienen ustedes ganas de seguir acompañándolo, claro.
 
¡Gracias a todos!
 
 
 

sábado, 7 de junio de 2014

Aquí pasa algo

 
Hace unas semanas hablábamos aquí de lo difícil que resulta hacer caso omiso de las recomendaciones, directas o indirectas, que nos invitan a leer tal o cual libro, y de cómo dos señores muy listos me habían inducido inopinadamente a leer una novela de Victor Hugo titulada El último día de un condenado a muerte.
Pues bien, pocos días después de la segunda de esas recomendaciones fui a una de mis librerías  habituales para hacerme con la novela en cuestión.
 
Resultó que no la tenían, así que fui a otra. Tampoco en ésta la tenían, pero me dijeron que podrían pedirla y tenerla allí un par de días después. Así que la encargué, y este detalle no lo cuento como una mera anécdota, sino porque tiene su trascendencia, como después se verá. 
 
Efectivamente, no compré la novela ese día, que era lunes, sino dos días después. El miércoles por la mañana, como me habían dicho, me avisaron de que ya estaba el libro en la tienda.
Por la tarde tenía previsto asistir, junto con unos amigos, a la conferencia de inauguración de la Feria del Libro de mi ciudad –y esto tampoco es mera anécdota-, así que antes de reunirme con ellos pasé por la librería y recogí mi ejemplar de El último día de un condenado a muerte.  
 
Durante la conferencia, el primer orador que intervino hizo referencia a varias obras clásicas que tienen en común determinados elementos argumentales. Y una de las obras que nombró  me llamó la atención, porque me eran totalmente desconocidos tanto la obra como su autor, pero sobre todo porque lo poco que de ella dijo el conferenciante me pareció muy curioso e interesante.
Rápidamente saqué del bolso un cuaderno y un bolígrafo y tomé nota. Se trataba de Viaje alrededor de mi habitación (1794), de Xavier de Maistre.
 
Al día siguiente, indagando un poco, supe que este autor, conde de Maistre, fue un militar italo-francés que escribió esta obra mientras cumplía una pena de arresto domiciliario.
Me interesó el librito, sí, lo reconozco, pero me limité a anotarlo en mi lista de futuribles lecturas.
 
Un par de días después terminé el libro que había estado leyendo y, saltándome cualquier clase de orden preestablecido, me lancé a la lectura de El último día de un condenado a muerte, el libro que había venido conmigo a la conferencia.
La edición que compré incluye un interesante prólogo del traductor, y en la página 17  del mismo me llevé un sobresalto colosal  al leer lo siguiente:
“[…] y se han citado dos obras, René de Chateaubriand y Viaje alrededor de mi habitación  de Xavier de Maistre […]”
¿Me creerán ustedes si les digo que casi se me cayó el libro de las manos?
Fíjense bien: no se trataba sólo de que en una conferencia oyera hablar de una obra de la que no había oído hablar nunca antes y que a los pocos días encontrara en un libro una referencia a esa misma obra. Es que el libro en el que encontré esa referencia estaba conmigo en la conferencia, recién adquirido.
 
A la semana siguiente volví a la librería en busca de otro libro en el que tenía interés desde hacía tiempo. Lo localicé en seguida y, como tenía tiempo disponible, me entretuve “viajando alrededor de la librería”. Y curioseando por allí vi un libro determinado, no recuerdo cuál, que quise hojear. Lo saqué del estante y junto con él salió hacia fuera el que estaba a su lado.
Lo cogí para dejarlo en su sitio y al ver la cubierta se me aflojaron las manos otra vez: era Viaje alrededor de mi habitación de Xavier de Maistre.
 
Ya se imaginarán ustedes que no fui capaz de dejarlo allí, claro, porque  el libro se estaba esforzando mucho para que yo lo leyera. Llevaba días persiguiéndome, y viendo que yo no terminaba de hacerle caso, optó por arrojarse al vacío desde su estante para caer en mis manos. Y todo eso tiene mucho mérito y ablanda el corazón más duro.
  
Pero, dejando a un lado el romanticismo, estaba yo pensando en esta caprichosa serie de coincidencias, en las sorprendentes manifestaciones del azar, cuando, desde las páginas de su libro, el propio Xavier de  Maistre vino a darme su opinión al respecto. Me dijo:
“Pero yo no creo en el azar, en esa triste ironía, en esa palabra que no significa nada."
 
Y ya no sé qué pensar.
 

 

-Victor Hugo. El último día de un condenado a muerte. Editorial Valdemar, 2011.
Traducción de Mauro Armiño.
-Xavier de Maistre. Viaje alrededor de mi habitación. Editorial Funambulista, 2011.
Traducción de J. M. Lacruz Bassols