lunes, 25 de marzo de 2013

Fragmentos invernales

 
 
El caso es ofender
Me cuenta una amiga que una compañera de trabajo, refiriéndose a una tercera, dijo:
-Sí, ahora se las da de esto y de lo otro, pero esa ha sido siempre una mismundi.
 
Buenos augurios
Una señora se encuentra con un conocido, un señor muy mayor, y  a modo de saludo le dice:
-¿Pero todavía está usted por aquí? ¡Yo creía que usted ya había cascao!
 
Ortopedia equina
Dos mujeres hablan de una conocida de ambas. Una de ellas le cuenta a la otra que esa amiga común había tenido de joven un problema en la columna vertebral:
-Estaba fatal… si hasta le tuvieron que poner un corcel.
 
O sea, ósea.
 Una vecina me habla de un amiga suya:
-Y le ha dicho el médico que tiene los huesos como una mujer de sesenta años, de la descalificación que tiene.
 
Metafísica popular
 Un hombre, parado en un semáforo, habla por el móvil:
-No, para el sábado no hay ningún problema.
-…
-Sí, es que le sentó algo mal, pero ya está casi bien, así que de aquí al sábado ya estará bien del todo, aunque a lo mejor no le convenga tomar cerveza o algo, pero… ¿Oye? ¿Edu? ¿Edu?
 El hombre mira el teléfono y dice:
-Le estoy hablando al vacío.
 
Cómo está el patio
En la caja del supermercado, una señora le cuenta a otra que a alguien que conocen le robaron hace poco la cartera.
Una tercera señora se une a la conversación e informa:
-Pues a mí me quitaron no hace mucho las gafas.
-¿Las gafas?
-Sí, que me las dejé en un probador de Primark (primá).
-Ah, sí, en Primor (primó).
-Que yo no sé el gusto de robar unas gafas. Yo veo más clásico robar la cartera, ¿verdad?

 

domingo, 10 de marzo de 2013

El papel y lo otro

 
No voy a hacer una comparación entre el libro tradicional y el electrónico, ni una lista de las ventajas y desventajas de cada uno; primero porque eso me parece muy aburrido, y segundo porque no creo que haya competencia entre un soporte y otro. Cada uno tiene su sitio en el mundo y no son enemigos ni rivales.
Pero sí quiero hablar  de algo que tienen los libros de papel y que no tienen los electrónicos; algo que tiene que ver con el deleite de los sentidos y que no es la lectura.
Me refiero, claro está, a las ediciones, al aspecto del libro y al tacto. Bueno, y al olor. Y al sonido.
Cada libro conquista nuestros sentidos de una manera particular. Por su tamaño o formato, su grosor, el papel, el diseño de la cubierta, el tipo de letra, etc, un libro nos puede resultar atractivo, sin que en ello intervenga necesariamente la obra que contiene.
Es decir, la vista y el tacto también pueden influir en la atracción que sintamos hacia un libro cuando lo vemos y en nuestra decisión de comprarlo.
Lo del olor y el sonido viene después, como un extra, cuando ya lo tenemos en casa y empezamos a disfrutarlo.
Hace algún tiempo hablamos aquí de cómo a veces los libros parecen empeñados en llegar a nosotros. Como si tuvieran sensibilidad (yo estoy dispuesta a creerlo) y supieran que su sitio está con nosotros. Y una de sus estrategias es ponerse guapos.
Una vez, hace varios años, entré en una librería con unos amigos. Mientras ellos charlaban con el vendedor, al que conocían de visitas previas, yo me puse a curiosear por las estanterías. Casi al momento me pareció escuchar una vocecita que decía: “Pss, aquí, aquí arriba.” Miré hacia un estante que quedaba por encima de mi cabeza, y allí vi un lomo anaranjado.  Alargué el brazo y cogí el libro, y al instante, sin haber leído el título ni el nombre del autor, quedé encandilada. “¡Qué bonito!”, pensé. Era un libro de tapa dura, con un tacto ligeramente rugoso y suave a la vez, y con una ilustración estupenda en la cubierta. Entonces me fijé en el título: El anacronópete.
“Fascinante”, me dije. “¿Qué será un anacronópete, y quién será E. Gaspar?” Leí la cubierta posterior y resultó que el libro, para rematar la jugada,  trataba sobre una de mis fantasías favoritas: los viajes en el tiempo.
Resultó también que su autor, don Enrique Gaspar, que escribió esta historia en 1887, se adelantó a H.G. Wells en eso de inventarse una máquina para viajar por el tiempo. Pero este es otro asunto.
La cuestión es que antes de pagarlo ese libro ya era mío. Era el único ejemplar que había, y me gusta pensar que llevaba tiempo allí, esperándome, escondiéndose para que no lo viera nadie antes que yo.
 
Otro encanto añadido tienen a veces los libros usados, esos que compramos de segunda mano o que recibimos de alguien por algún motivo; esos libros que algunas veces llevan la huella de quien los tuvo antes que nosotros. También hablamos aquí de esto anteriormente.
Tengo un librito antiguo, de 1896, que compré no hace mucho, a través de internet, en una librería americana.
A este libro le tengo un cariño especial por diversos motivos, pero lo que quiero contar ahora es que cuando lo recibí y lo abrí, vi que tenía un ex libris, gracias al cual sé que esta pequeña joya perteneció a William y Eloise Nottingham. Me imagino -quizá por la imagen del ex libris, quizá por la esencia de la obra- que los señores Nottingham eran una pareja amante de la naturaleza y la vida tranquila; y me los imagino también sentados en una mecedora uno, en un sofá el otro, al atardecer, disfrutando de la lectura. Quizá incluso uno lo leyera en voz alta para el otro, y estoy segura de que asentían y sonreían al escuchar las palabras que salían del libro.
Además del ex libris, encontré entre las páginas un papelito con unos números anotados, unas series de cifras que no forman fechas, ni números de teléfono. Quién sabe lo que significarían en su momento…
Un ex libris sin duda demuestra amor al libro, porque lo personaliza, lo hace único y lo une para siempre a quien lo poseyó. Pero incluso un simple papelito con cualquier anotación, o un subrayado, una nota en un margen, etc, demuestran que era un libro vivido, disfrutado.
Son detalles que transmiten calidez y que establecen alguna clase de mágica conexión entre personas y épocas, ¿no creen?
Y a mí me parece que todo esto de lo que estamos hablando solo nos lo pueden ofrecer los libros con páginas de papel.
 
 

viernes, 1 de marzo de 2013

Dos historias


A medias

Una vez conocí a un hombre que vivía a medias. Nunca dejaba que las cosas llegaran a su conclusión natural, sino que las interumpía cuando le parecía conveniente.
Nunca se casó, pues a cada novia que tuvo la dejó cuando la relación empezaba a definirse.
Del mismo modo, abandonaba a sus amigos cada cierto tiempo y entablaba nuevas amistades con personas diferentes.
Cada dos o tres años cambiaba de trabajo,  de coche, de casa y de dentista.
-¿Por qué en tu vida todo es temporal? –le pregunté una vez.
-Porque no me gustan los finales -me respondió-. Normalmente las cosas que acaban por sí mismas no acaban bien. Es mejor ponerles fin cuando todavía son agradables.

Y no solo interumpía el discurrir de relaciones personales, laborales y sentimentales, sino también, y con más frecuencia,  el de las cosas menos trascendentes. Así que nunca vio una película entera, ni leyó un libro entero; nunca terminaba los platos -¡ni siquiera los postres!- y siempre regresaba de las vacaciones antes de lo previsto.
-Pero entonces –le dije un día-, lo dejas todo en lo mejor, en mitad de la diversión.
-Lo prefiero así -fue su lacónica respuesta.

Es fácil imaginar cómo terminó todo. Y también es fácil imaginar que a nadie de los que lo conocimos nos sorprendió mucho.

 
Un agujero en el jardín

Estábamos los tres en el jardín, de rodillas alrededor  del agujero, mirándolo fijamente.
La boca del agujero era minúscula, apenas más grande que la de un hormiguero, pero la tierra estaba  húmeda y blanda, por lo que sería fácil agrandarlo con las manos.
Yo quería recuperar mis pertenencias, pero la idea de meter las manos en esa tierra negra y viscosa nos causaba repugnancia. Podría estar llena de gusanos, y la posibilidad de rozarlos siquiera nos asqueaba.
En esa indecisión permanecimos hasta que yo,  sin pensarlo más, comencé a retirar tierra del borde del agujero.
En unos segundos y entre los tres lo agrandamos lo suficiente como para que cupiera una mano.
Lo agrandamos más.  Miramos al interior. Se veía el fondo, y allí abajo se distinguían diversos objetos.
Tendría que meterme dentro para alcanzarlos.

Ensanchamos el agujero un poco más y, habiendo comprobado que no había insectos, al menos en apariencia, me senté en la tierra, metí las piernas en el agujero y me dejé caer.  Uno de mis compañeros se tumbó en el suelo y metió la cabeza y los brazos, para vigilarme y ayudarme a salir después.
Cogí mi mochila, pero la mayoría de mis cosas se habían caído. Fui cogiendo todo lo que veía y guardándolo en la mochila, deprisa, sin pensar en lo que hacía ni en dónde me encontraba.

Ya fuera del agujero, pusimos todos los objetos en el suelo y los inspeccionamos.
Allí estaban mis pertenencias, junto con muchas cosas más, cosas que otras personas debieron de haber dado por perdidas, sin remedio, a lo largo del tiempo.