No sé si lo que voy a contar ocurrió de verdad, o si es un cuento que alguien me contó hace mucho tiempo, o si es un sueño que soñé alguna vez.
Quizás me lo puedan decir ustedes.
Eran
días de mucho calor y de mucha luz. Unos amigos míos estaban colaborando con un
grupo de teatro. Tenían que pintar unos grandes murales que decorarían el
escenario, y varias veces los acompañé al local de ensayo. Era muy divertido:
pasábamos la tarde del sábado pintando mientras escuchábamos música y charlábamos despreocupados.
El local
era en realidad un piso particular. Estaba en la tercera planta de un edificio
de cuatro, antiguo, elegante, grande y oscuro.
En
cada rellano había dos viviendas, pero muchas estaban vacías, por lo que el lugar
resultaba bastante misterioso.
Estaba
en un calle bulliciosa, muy ambientada a todas horas, pero cuando entrábamos en
el portal el silencio y la oscuridad nos rodeaban, y al
poner el pie en el escalón de la entrada solíamos bajar la voz, como si
nuestras risas fueran una falta de respeto a aquel ambiente.
Sabíamos
que algunas de las viviendas estaban habitadas porque había un portero, un
hombre muy antipático que parecía odiarnos, pero lo único que se escuchaba de
vez en cuando era el sonido de alguna puerta al cerrarse.
Estábamos seguros de que la otra vivienda de nuestro rellano estaba deshabitada, y de que tampoco había nadie en la planta de arriba.
Un
día, uno de mis amigos y yo llegamos pronto. No teníamos
la llave, así que nos sentamos en las escaleras a esperar.
Estando
allí, charlando y bromeando, miré casualmente hacia arriba, y, para mi sorpresa,
vi allí a una niña de unos cinco años. Estaba asomada a la barandilla, mirándonos,
observándonos.
-Hola,
guapa –le dije-. ¿Qué haces ahí?
La
niña no contestó, pero sonreía.
Mi
amigo, también muy sorprendido, miró y le dijo algo, pero tampoco a él le
contestó.
Subimos
los dos tramos de escalera, atraídos por la curiosidad que despertó en nosotros la
chiquilla. Era muy graciosa, pero al mismo tiempo tenía una expresión triste. Estaba mal arreglada, aunque limpia, y muy
pálida.
Le
preguntamos si vivía allí y dijo que sí con la cabeza. En el rellano había unos
cuantos juguetes, y vimos que la puerta estaba entreabierta. Notamos un olor
que salía de la casa. Era olor a comida, seguramente alguien estaba cocinando,
pero no olía bien. Era un olor denso, rancio.
Entonces
la puerta se abrió y salió una mujer joven, también desarreglada, tímida,
sonriente, delgada y pálida. Sacó al rellano el carrito de un bebé, un niño de
unos ocho meses, al que la niña empezó a hacer caricias. La mujer tampoco habló mucho, solo le dijo a
la niña que no nos molestara.
Al
otro sábado, cuando volvimos, lo primero que hicimos fue asomarnos al piso
superior a ver si estaba la niña. Allí estaba, con su hermanito, jugando. Nos
acercamos y ella nos recibió con su triste sonrisa y alegría en los ojos.
La
puerta de la casa estaba abierta, percibimos el mismo olor a rancio y vimos un
montón de ropa sucia en el suelo.
A la semana siguiente, cuando yo llegué mis amigos ya estaban allí. Oí música a través de la puerta, pero antes de
llamar subí la escalera. La niña estaba allí, como siempre, en el rellano. Estaba sentada en el suelo, con el carrito del bebé al lado y un muñeco
en la mano.
Cuando me vio sonrió y se levantó en seguida. Yo llevaba un helado. Lo había comprado justo antes de entrar en el edificio y apenas lo había probado, y cuando vi cómo lo miraba la niña, le dije:
Cuando me vio sonrió y se levantó en seguida. Yo llevaba un helado. Lo había comprado justo antes de entrar en el edificio y apenas lo había probado, y cuando vi cómo lo miraba la niña, le dije:
-Toma,
para ti.
La chiquilla
cogió el helado como si fuera el mayor tesoro del mundo, y empezó a comerlo con
tal deleite que se me escapó una lágrima. Yo
era muy joven y apenas consciente de que algunos niños no tienen lo que para otros es tan común como un helado.
Unos
días después, cuando ya terminaba el verano, mis amigos me dijeron que el grupo
de teatro no podía seguir utilizando aquel piso, y que ya
habían trasladado todos sus enseres a un nuevo local.
Así
que nunca volvimos al viejo edificio.
Muchas
veces he pensado en la niña y en sus extrañas circunstancias. Y me he
arrepentido de no haber hecho nada por ella. Tendría que haber vuelto algún día, para ver si
estaba bien, para pasar un rato con ella, para preguntarle si iba al
colegio...
Pero
lo cierto es que me olvidé de ella cuando volví a clase, a mis quehaceres, a mi
vida.
Y quizás echó de menos nuestra presencia, nuestras risas, nuestra música.
Quizás
quería otro helado, y yo nunca volví.