lunes, 23 de diciembre de 2013

Palabras con sorpresa


Las palabras me vuelven loca, y lo digo en sentido figurado y en sentido casi literal.
Me vuelven loca porque me entusiasman y pienso en ellas constantemente. Y me vuelven loca también porque a veces me trastornan, me desconciertan y me confunden.
Recuerdo que hace mucho tiempo me llevé la sorpresa del siglo (del siglo XX) cuando descubrí que la palabra lívido no significaba lo que yo creía y lo que, según he podido comprobar, muchas otras personas creen también. Yo creía que lívido era sinónimo de pálido, así que cuando supe que lívido, del latín lividus, significa  “azulado negruzco”, “amoratado”, me quedé no pálida ni lívida sino boquiabierta.
¿Por qué algunas veces creemos con total seguridad que una palabra significa algo que no significa? Quizá porque alguien la ha empleado de manera incorrecta y así la hemos aprendido. Pero ¿cómo se originó el error? Esto es lo que a mí me parece más intrigante.
Otra palabra que me hizo palidecer de sorpresa cuando conocí su verdadero significado fue cerúleo. Dejándome llevar por una falsa etimología y por mi inagotable ignorancia, había dado por hecho que cerúleo derivaría de cera y que por lo tanto su significado había de ser “parecido a la cera”, “del color de la cera”; vamos, más o menos lo mismo que pálido (que no lívido). Pero hete aquí que se  me apareció el espíritu  del sabio Corominas que me dijo: “Consulta y aprende, muchacha insensata”.
Y así supe que cerúleo significa azul, porque proviene del latín caeruleus que a su vez deriva de caelum, o sea, cielo.
Lo cierto es que gracias a estos sorprendentes descubrimientos, a estos y a otros chascos léxicos, me he vuelto más prudente y hasta diría que recelosa; no me fío así como así de cualquier palabra, e incluso creo que he desarrollado cierta intuición que me lleva con frecuencia a consultar palabras de las que en teoría no tendría por qué dudar.
Y así fue cómo, hace unos días, me las vi con una palabra aparentemente inofensiva. Tan inofensiva como su significado pretende hacernos creer. Me refiero a nimio.
Todos sabemos que nimio es “insignificante, sin importancia”, pero no sé por qué, cuando fui a utilizar esta palabra en un texto escrito, algo me frenó, algo me dijo: “¿Tú estás segura, muchacha insensata?”.
No sé si fue otra vez el espíritu del sabio o no, pero el caso es que me puse a dudar, por lo cual acudí al diccionario y me llevé la sorpresa del siglo (del siglo XXI). Porque resulta que nimio significa, sí, insignificante, pero también todo lo contrario: excesivo, exagerado.
¿Cómo es esto posible?¿Cómo se llega a modificar el sentido de una palabra hasta significar algo opuesto al significado original?  Parece que en el mundo de las palabras todo es posible, y el propio diccionario se lo toma como algo de lo más natural cuando nos explica que este término, del latín nimius, abundante, fue malinterpretado en algún momento y “recibió acepciones de significado contrario”.
Así pues, hoy día esta palabra significa una cosa y la contraria, aunque si consultan un diccionario de sinónimos es probable que solo encuentren equivalencias para la acepción más conocida: intrascendente, insignificante, pequeño, menudo, mísero, trivial.
Aunque no me parece a mí que la cosa sea trivial, sino todo lo contrario.

viernes, 13 de diciembre de 2013

Le ocurrió a don Manuel


Don Manuel fumaba muchísimo y leía muchísimo. Fumaba cuando leía y leía cuando fumaba, y leía igual que fumaba: con auténtica adicción.
Un día don Manuel había quedado citado con don Enrique en un restaurante. Don Manuel llegó con tiempo, se sentó en la mesa que había reservado y sacó un libro de su maletín para leer mientras esperaba. O para esperar mientras leía.
Cuando llegó don Enrique comieron y trataron sus asuntos. No se conocían previamente, así que en la sobremesa don Manuel preguntó:
-¿Usted fuma?
Y como don Enrique no fumaba don Manuel no llegó a sacar sus cigarrillos.
Cuando cerraron el trato que tenían entre manos, don Manuel volvió a su despacho y don Enrique se quedó a tomar otro café. Entonces se dio cuenta de que don Manuel había dejado olvidado su libro encima de la mesa.
 
Unos días después llegó al despacho de don Manuel un regalo de parte de don Enrique, junto con el libro y una nota de agradecimiento por el negocio realizado.
El regalo era una elegante tabaquera que contenía precisamente los cigarrillos que don Manuel fumaba.
Difícilmente podía ser una simple coincidencia, pero, ¿cómo pudo don Enrique saber cuál era su tipo y su marca de tabaco?
Don Manuel lo llamó por teléfono para agradecerle el regalo, pero también para preguntarle cómo había sabido que esos y no otros eran los cigarrillos que él fumaba.
La respuesta dejó a don Manuel muy sorprendido, como me ocurrió a mí cuando me contaron esta historia.
Cuando don Enrique recogió el libro olvidado de don Manuel, lo abrió para hojearlo y al pasar las páginas se le ocurrió una idea algo extravagante.
Fue a un  estanco y le preguntó al viejo vendedor si podría identificar el olor que impregnaba las páginas de aquel libro.
Así que el estanquero abrió el libro, olió las páginas y en seguida dijo:
-Es tabaco negro…
Volvió a oler y, mirando al techo un instante, identificó  la marca sin dudar.
 
Y así fue cómo gracias a una idea insólita y a la ayuda de la persona adecuada, don Enrique pudo demostrar su agradecimiento a don Manuel, obsequiándole su tabaco favorito.
 
Quizás esta historia nos dice que no debemos descartar una idea porque nos parezca un poco loca. Quién sabe si no será el primer paso para llegar a la meta que anhelamos.
 
 

*Esta historia está basada en un hecho real. Don Manuel era mi tío*

martes, 3 de diciembre de 2013

Cuento. Pascualito y la sopa


Pascualito estaba sentado junto a su padre, observando cómo este desmontaba un reloj de pulsera.
Sobre la mesa iba colocando con cuidado pequeñas piezas a las que iba dando nombre: agujas, muelle, volante, espiral… Pero las que más le llamaron la atención a Pascualito fueron unas que le parecieron las estrellitas de la sopa.
-Pues estas estrellitas -explicó el padre- son las que hacen que se muevan las agujas del reloj y se llaman engranajes.
Al oír la palabra engranajes Pascualito dio un respingo, sobre todo un respingo mental, causado por la aparición de una nueva palabra en su vida, una palabra de las grandes.
Le pidió a su padre que la  repitiera, y después intentó pronunciarla él, pero desistió. Le parecía demasiado difícil y no quería estropearla. La diría cuando hubiera practicado lo suficiente.
Así que estuvo todo el día imaginando aquellas "estrellitas" en una sopa y pronunciando mentalmente la palabra, pero lo máximo que conseguía era una mezcla de encaje y garaje que no le satisfacía. Tenía que practicar más.

Al día siguiente Pascualito estaba sentado a la mesa con un plato de sopa delante y la cuchara en la mano. Miraba la sopa con atención, como si nunca hubiera visto algo así, y en cierto modo eso era lo que pasaba.
Porque esta sopa era nueva, era diferente. Era sopa de letras.
-Pascualito, hijo, ¿no comes? –le preguntó su madre.
-Sí, voy –respondió Pascualito sin apartar la vista del plato.
-Pascualito, ¿qué haces, criatura? –dijo el padre.
-Ya voy, ya voy.
Y entonces Pascualito metió por fin la cuchara en la sopa y con mucho cuidado recogió una letra. La dejó en la cuchara y a continuación recogió otra y otras dos más.
Sonrió mirando la cuchara y se la mostró a sus padres.
-Pascualito, la sopa es para comer, no para escribir.
Pero Pascualito, después de esa primera cucharada, repitió la operación y solo cuando formó una nueva palabra en la cuchara se la llevó a a la boca y se la tragó con gran deleite.
Y es que hay cosas que no se pueden evitar, y Pascualito no podía  dejar aquellas letras sueltas, perdidas, no podía desperdiciar su capacidad para decir cosas.
Y aunque era una forma de comer muy lenta y algo incómoda, incompatible con el hambre y con tomar la sopa caliente, Pascualito no comió más que palabras completas.
Poco antes de terminar toda la sopa, los padres  observaron que el niño se concentraba aún más, que recogía muchas letras en una sola cucharada, muy despacito, con mucho tiento. Y entonces Pascualito sonrió, miró la cuchara con la satisfacción del vencedor y se la llevó a la boca; pero antes, su padre, inclinándose un poco hacia él, pudo ver que la cuchara llevaba la palabra engranaje flotando en el caldo.


***




sábado, 16 de noviembre de 2013

Juntos y revueltos

Hace poco vi, por esos mundos cibernéticos, una imagen curiosa en la que sobre unos libros apilados flotaba una pregunta: si tus dos libros favoritos se mezclaran, ¿qué resultado darían?
Al principio me pareció solo eso, una idea curiosa, un planteamiento divertido, pero después resultó que no podía dejar de darle vueltas a la cuestión. Primero porque elegir solo dos libros como favoritos me parece una dificultad insalvable,  y segundo porque ante mí empezaron a revolotear, como pajarillos enamorados, varios libros que parecían tener mucho interés en tomar parte en el juego.
Prestando un poco de atención pude distinguir, en medio de ese revuelo de cubiertas y páginas batientes, unos cuantos títulos concretos, que resultaron ser estos:
-Carta de una desconocida, de Stefan Zweig
-El último encuentro, de Sándor Márai
-Mister Vértigo, de Paul Auster
-La mecánica del corazón, de Mathias Malzieu
-El sueño de una noche de verano, de William Shakespeare
-El guardián entre el centeno, de J.D. Salinger
-La zona muerta, de Stephen King
-El castillo de los destinos cruzados, de Italo Calvino
-Flores azules, de Raymond Queneau
-La tienda de los suicidas, de Jean Toulé
Y pude ver también cómo esos títulos se iban eligiendo unos a otros por su cuenta, se iban uniendo entre sí, se emparejaban y se abrazaban en duetos de lo más variado y dispar.
Así, por ejemplo, el libro de  Malzieu se fundió con el de Auster dando lugar a La mecánica del vértigo, y el de Zweig se mezcló con el de King convirtiéndose en  Carta de la zona muerta.
Después el de Shakespeare se combinó con el de Calvino y el resultado fue El sueño de los destinos cruzados, mientras que la novela de Márai se juntó con la de Toulé y formaron El último de los suicidas. Por último, vi cómo el libro de Salinger se mezclaba con el de Queneau y de la mezcla resultó El guardián entre flores azules.
Este baile de títulos, esta cita a ciegas de las historias, me dieron que pensar, y me pregunté una vez más si no será verdad –como venimos sospechando- que los libros tienen vida propia, que tienen cierta autonomía y que son capaces de tomar decisiones.
Y también me pareció que era sorprendente la naturalidad y la facilidad con que se mezclaban unos con otros.
Entonces, inevitablemente me pregunté: si estos títulos mezclados correspondieran a libros de verdad, si alguien los hubiese escrito alguna vez, ¿qué historias nos contarían?
Y me fui imaginando algunas.
¿Y ustedes? ¿Han observado si sus libros se mezclan, si se funden unos con otros? Echen un vistazo, porque es muy probable.



Aquí, otro experimento

miércoles, 6 de noviembre de 2013

Los amores de un bibliómano



Hay libros que, como algunas personas, nos llegan al corazón un buen día y ahí se quedan para siempre.
Y esos libros, al igual que las personas, hacen que algo cambie en nosotros, para bien, por lo que nos aportan y por el solo hecho de que antes no sabíamos de su existencia y ahora sí.
En mi caso  uno de esos libros es Los amores de un bibliómano (The Love Affairs of a Bibliomaniac, 1895), de Eugene Field, que ahora está disponible en español gracias a la editorial Periférica.
 
Yo lo leí por primera vez hace algo más de un año, en una edición original de 1896 que guardo como un tesoro.
Y mientras disfrutaba de esta obra encantadora pensaba en cuánto les gustaría a los lectores que conozco. Bueno, y a los lectores en general. Porque Los amores de un bibliómano es, entre otras cosas, un homenaje a los libros; un canto a la bibliomanía y a la biliofilia y una celebración de eso tan simple y tan difícil que es encontrarle un sentido, o más de uno,  a nuestra existencia.
Y es también un relato de amor a las personas, un reconocimiento del valor de la amistad y una extraordinaria muestra de gratitud del autor por la felicidad de la que disfrutó a través de los libros.

Dijo Oscar Wilde que si no podemos disfrutar de la lectura de un libro una y otra vez, entonces no habría merecido la pena leerlo la primera vez.
Siguiendo este pensamiento, yo puedo afirmar con total convicción que para mí mereció la pena leer este libro la primera vez, y la segunda, y todas las demás que han sido y serán.
 
Precisamente Eugene Field, por boca de su personaje, el viejo bibliómano, habla de esto mismo, de esos libros que se leen y se releen a lo largo de la vida; que están siempre a nuestro lado como los buenos amigos; que nos alegran,  que nos consuelan, que  nos esperan si nos olvidamos de ellos por un tiempo, que siempre tienen algo de provecho que decirnos y que no pretenden nada a cambio. Si acaso, la leve caricia de nuestra mano de vez en cuando.
Esos son los libros que más amamos y eso es lo que yo encuentro en Los amores de un bibliómano.

Cada vez que pienso en este libro o hablo de él, dos ideas surgen al instante: la ternura y el sentido del humor. Y si es cierto, como nos dicen, que Eugene Field puso su alma en la elaboración de esta obra, entonces no me cabe la menor duda de que fue un hombre bueno y generoso, modesto, apasionado, inteligente, divertido y sutilmente irónico; un romántico entrañable, un soñador sin remedio, atrapado  en “un placentero jardín” del que no desea escapar.  
Por ese jardín  paseo yo también en su compañía.
Si quieren venir ustedes ya verán qué hermoso es.
 
 

Eugene Field. Los amores de un bibliómano
Editorial Periférica, 2013

 

sábado, 26 de octubre de 2013

Palabras curiosas (y literarias)


Las palabras, ya se sabe, tienen vida propia, y por eso tienen también sus caprichos y sus manías. En el fondo son unas coquetas y todo lo que van buscando es que nos fijemos en ellas, que nos demos cuenta de lo bonitas o peculiares que son o del origen tan curioso que tienen.
Y lo cierto es que cuando les prestamos un poco de atención casi nunca nos decepcionan; siempre nos muestran algún aspecto de sí mismas que nos sorprende, nos divierte o nos asombra. Raro es que nos dejen indiferentes.
Una de esas palabras peculiares y divertidas es “bunburismo” (del inglés bunburism).  Todo el mundo conoce a ese famoso cantante de ondulados cabellos que se hace llamar Bunbury. Y casi todo el mundo sabe también que este  nombre es originalmente el de un personaje de la obra teatral La importancia de llamarse Ernesto (The Importance of Being Earnest)  de Oscar Wilde.
Pero aunque sea relativamente curioso que un músico elija como nombre artístico el de un personaje literario, más curioso es que ese personaje no exista. Porque el señor Bunbury de Oscar Wilde es una ficción dentro de la ficción: uno de los protagonistas de la obra, llamado Algernon Moncrieff, se inventa un amigo, el tal Bunbury, supuestamente enfermo y solo, y al que él va a cuidar y hacerle compañía.
Esta invención le sirve de magnífica excusa para librarse de compromisos sociales a los que no quiere acudir, y encima queda como un ángel.
Este es el literario origen del pintoresco término “bunburismo” (y del verbo correspondiente, “bunburizar”), que puede dar lugar a conversaciones más o menos como esta:
-¿Quedamos mañana a las siete para que te cuente mis problemas?
-Ay, no puedo, es que ya he quedado con Tadeo Vinn.
-¿Tadeo Vinn? Oye, esto no será  un bunburismo, ¿no?
Otra palabra que  resulta interesante  es yahoo, que da nombre a un popular servidor de correo electrónico.
Me imagino que los creadores de la cosa eligieron este nombre por su acepción más optimista y jovial, pues yahoo es sinónimo de yippee, o sea, “yupi”, o “yuju”,  una forma de expresar alegría y contento.
Según el diccionario Merrian-Webster, al que yo le tengo mucha fe, esta palabra es probablemente una alteración de yo-ho, dos interjecciones para llamar la atención de alguien, como en español decimos “oye” o “mira”.
Según el mismo diccionario, el primer registro de este uso de la palabra yahoo es de 1870. Pero el caso es que esta palabra ya existía previamente y también tiene origen literario. La inventó Jonathan Swift más de un siglo antes, cuando escribió Los viajes de Gulliver. En esta magna obra los Yahoos son unos seres de aspecto humano, primarios, ignorantes, dominados por la codicia y por los instintos más primitivos.
Por eso la palabra se usa en la lengua inglesa para designar a quien es muy bruto, vulgar, maleducado…
Llama la atención que dos conceptos tan diferentes (alegría y regocijo por un lado; persona grosera por otro) sean representados por un mismo término; y más aún que una palabra exista en el universo etéreo de las palabras y que a lo largo del tiempo otra palabra evolucione de manera que acaba teniendo la misma forma que aquella. Es curioso, ¿no?
Pues algo parecido ocurre con la palabra siguiente, que va dedicada a un diablo que ronda por aquí con frecuencia.
Se trata de dickens, con minúscula, porque no se refiere al escritor victoriano.
Este, efectivamente,  es un caso similar al anterior, en el que una palabra evoluciona, se transforma y acaba teniendo el mismo aspecto y sonido que otra con la que en principio no guarda parentesco alguno.
Esta palabra, dickens, se utiliza como sinónimo y eufemismo de devil (diablo), y es probable que sea una modificación de devilkin (diablillo).
Por eso podremos oír a algún clásico decir What the dickens…? (“¿qué diablos/qué demonios…?”)
O Like the dickens, que viene a ser “un montón”: “Me duele la cabeza like the dickens.”
Por ahondar un  poco más en lo curioso de la palabra, diremos que el  apellido Dickens proviene de Dickon, que es un diminutivo del nombre Richard, y que uno de los cuentos más famosos de la literatura gótica, escrito por Sheridan Le Fanu, se titula precisamente Dickon el diablo.
O sea que, después de todo, tal vez Dickens y el diablo no anden tan alejados el uno del otro.
Casos como estos, en los que las palabras parecen divertirse jugando a transformarse, cambiar de sentido, dar vueltas sobre sí mismas y enredarse unas con otras, me hacen pensar que algo de magia hay en todo esto y que en realidad el lenguaje no es un instrumento que utilizamos los hablantes, como creemos, sino que es el lenguaje el que nos utiliza a nosotros. Como lugar de residencia.

jueves, 17 de octubre de 2013

Liebster Blog Award


Hace unos días recibí una grata sorpresa: alguien muy amable ha nominado mi blog para el Liebster Award.
Lo cierto es que yo no había oído hablar nunca de estos premios, pero ahora sé que es un premio virtual que se concede entre bloggers a blogs de reciente creación o que tengan menos de doscientos seguidores; que la idea nació en Alemania en 2010, que hay unas reglas que seguir y que liebster significa favorito, querido, amado, encantador…
La cosa es bonita, es una cadena en la que un blogger premia a diversos blogs  y estos a su vez premian a otros. Todo ello con el  objetivo de favorecer la promoción de tales blogs.
Por eso quien recibe el premio  debe seguir  este procedimiento:
-Escribir  una entrada nombrando a quien lo nominó y hacerse seguidor de su blog
-Contestar once preguntas formuladas por quien lo ha nominado
-Indicar cuáles son sus  once nominados y comunicárselo a ellos
-Formular once preguntas para sus nominados

Y eso es lo que estoy haciendo aquí.
-Yo debo mi nominación a Zazou, del blog Bibliomanías y otros desvaríos. ¡Muchas gracias!

-Estas son sus preguntas y mis respuestas:
1. ¿Por qué lees?
Porque no puedo no leer.
2. Te quita las ganas de leer…
Un disgusto, un malentendido... me resulta difícil concentrarme en la lectura si estoy preocupada o triste.
3. ¿Cuál es tu libro perfecto?
El que me entretiene, me enseña, me explica cosas y me ayuda a pensar, como por ejemplo Matilda de Roal Dhal.
4. ¿Reconocerías que no puedes aguantar a alguna de las “vacas sagradas” de la literatura?
Sí, hay más de una vaca a la que no consigo encontrarle la gracia.
5. ¿Y te avergüenza alguna de las lecturas que te han gustado?
No, ninguna.
6. ¿Los libros tienen banda sonora?
Algunos sí. Otros solo tienen ruido.
7. Si fueras un libro, serías…
Uno breve y sencillo, como por ejemplo La cabaña del pescador, de Mary Shelley.
8. ¿Qué te empuja a escribir sobre los libros?
Escribo sobre lo que me gusta y lo que me interesa, y los libros son una de esas cosas. Además me gusta compartir aquello con lo que yo disfruto, por si a alguien le viene bien.
9. Para recomendar un libro, lo que más valoras…
La persona a la que se lo voy a recomendar.
10.¿Qué te gustaría que escribieran sobre ti?
Contando con que me daría un poco de corte que escribieran sobre mí, estaría bien que dijeran que soy agradable.
11.¿Tienes alguna meta marcada para tu blog?
Sí, que quien lo lea lo encuentre medianamente interesante y no se aburra.
 
~~~~

-Mis nominados, por orden alfabético, son los siguientes (por supuesto, nadie está obligado a aceptar el premio y por lo tanto nadie ha de sentirse comprometido a “seguir la cadena”):
 
Y mis preguntas para ellos son estas:
1-¿Qué te impulsó a crear un blog?
2-¿Qué te ha aportado el blog?
3-¿Qué libro estás leyendo ahora?
4-Si fueras un personaje de un libro, ¿quién te gustaría que fuera el autor?
5-Si pudieras salir a cenar con un personaje literario, ¿cuál elegirías?
6-¿Y con cuál no irías ni a la esquina?
7-¿Qué preferirías ser, un rey en un palacio sin libros o un pobre en un desván con libros?
8-Si pudieras viajar en el tiempo, ¿a qué época te gustaría ir?
9-¿Qué superpoder te gustaría tener?
10-¿Cuál es tu palabra favorita?
11-¿Qué es más importante, ver cosas nuevas o ver las mismas cosas con nuevos ojos?

Y ahora ¡a presumir de premio!
Muchas gracias de nuevo a Zazou, y a todos ustedes por mantener este blog activo.
 
 

martes, 8 de octubre de 2013

El porqué de un nombre


En muchas ocasiones me han preguntado por qué mi blog se llama Juguetes del viento, aunque también hay quien al oír tal título  ha elaborado su propia teoría.  Por ejemplo, en una ocasión alguien dio por hecho que se trataba de un blog relacionado con las cometas. Y otra persona me preguntó si tenía algo que ver con alguna ONG que recogiera juguetes para niños desfavorecidos.
Dos teorías muy hermosas, sin duda,  pero nada acertadas.

Lo normal es que aquellos que tienen noticia de este blog muestren cierta sorpresa y un poco de desconcierto al no acertar a imaginar, a partir del nombre,  de qué puede tratar.
También es cierto que suelen decirme que es un nombre muy bonito pero, como se verá más adelante, el mérito no es mío en absoluto.

Cuando me preguntan por qué ese título, por qué Juguetes del viento, suelo decir, por abreviar, que ese nombre se refiere a las palabras. Y si quien me pregunta es  tan amable de mostrar más interés, entonces explico que se refiere a las palabras  porque cuando decimos algo las lanzamos al aire y yo me imagino que por ahí se quedan, revoloteando, a merced del viento.

Sin embargo, el origen de este título es algo más complejo y como incluso personas muy cercanas a mí siguen preguntándome por esta cuestión, he pensado que no estaría de más que lo explicara en una entrada.
Resulta que este nombre tiene su origen en mi infancia, cuando no existían los blogs.
Yo escuchaba a mi padre con frecuencia citar unos versos que decían:
Hojas del árbol caídas
  juguetes del viento son…

y me imaginaba las hojas secas en el suelo y luego levantadas en un remolino por el viento que se las llevaba para entretenerse.
Por otro lado, un día escuché a alguien, quizá un familiar de visita, o quizá un vecino, decir aquello de “las palabras se las lleva el viento”. Y en mi mente infantil se asociaron de inmediato las hojas y las palabras, creando la idea de que el viento jugaba con las palabras igual que con las hojas caídas del árbol.
Ahí estaba ya la razón de que el blog se llame así.

Como curiosidad añadiré que al mismo tiempo y yo no sé por qué razón, al oír eso de que las palabras se las lleva el viento, también se formó en mi imaginación una estampa muy clara: un cuenco lleno de palabras en el alféizar de la ventana, y una ráfaga de viento que soplaba y las hacía salir volando...


Pero, ¿de dónde procedían esos versos que mi padre recitaba y que dieron origen a todo esto que estamos contando?
Pues no lo supe hasta años después.  
En la adolescencia me aficioné a las poesías de Espronceda, que, junto con Becquer, Poe y algunos más, respondían divinamente a mi gusto por las historias misteriosas, el romanticismo de espectros y tinieblas y los héroes que sufrían por amores desdichados. Y así,  cuando un día leí  su poema narrativo El estudiante de Salamanca, me encontré -oh, sorpresa-  con aquellos versos:
Hojas del árbol caídas
juguetes del viento son.
Las ilusiones perdidas
¡ay! son hojas desprendidas
del árbol del corazón.


Muchos años después, concretamente en 2008, cuando me envalentoné y me lancé a crear este modesto blog, no me hizo falta pensar mucho para darle un nombre, porque aquella idea y aquella imagen de las palabras que el viento se llevaba para jugar nunca se había ido de mi memoria.
Así de  persistentes y poderosos son los recuerdos y las experiencias de la infancia.

jueves, 26 de septiembre de 2013

Marcas de lápiz

 
Hace unos días un amigo me ha regalado dos libros suyos, es decir, dos libros que él tenía. Ya los leyó hace tiempo y pensando que me podrían gustar ha querido que los tenga yo en vez de dejarlos olvidados en un estante.
Están un poco ajados y uno de ellos tiene su nombre escrito y algunas frases subrayadas. Mi amigo se disculpó por esto, pero yo le dije lo que ya hemos comentado aquí en otras ocasiones: que los libros usados tienen un encanto especial, porque llevan la huella de alguien, porque tienen vida dentro.
El caso es que este asunto de los libros de segunda mano me recordó un pasaje de un libro que tengo entre mis favoritos y que dice así:
 
“Parece tan nuevo y flamante como si nadie lo hubiera hojeado nunca, pero alguien lo ha leído: se abre espontáneamente por sus pasajes más bellos y el fantasma de su anterior propietario me señala párrafos que jamás he leído antes.”
 
(Helen Hanff. 84 Charing Cross Road)
 
Como este parrafito me daba la razón, me reafirmé en mi teoría y me reafirmé también en que mi fea costumbre de subrayar los libros y poner marcas (a lápiz, eso sí) en las partes que más me gustan, no es tan mala después de todo.
 
Sé que hay personas a las que les gusta mantener sus libros impolutos; que se lavan las manos antes de ponerse a leer; que apenas los abren para que no les queden estrías en el lomo, y que por supuesto jamás les pondrían una marca ni siquiera a lápiz.
 
Pero a mí me parece que los libros no son solo para leer su contenido, sino para disfrutarlos del todo, para tratarlos con familiaridad, para sentirse cómodos con ellos. No se trata de maltratarlos, por supuesto, sino de no andarse con remilgos. El buen trato no está reñido con la confianza.
 
Entonces pensé en lo agradable que es leer así, manteniendo una relación cordial con el libro, porque así su contenido fluye dentro de nosotros sin inconvenientes, sin estorbos, y a su paso va dejando sin contratiempos sus efectos beneficiosos,  que  a veces hasta podemos notar físicamente y que se quedan con nosotros como parte ya de nuestra persona.
 
Mientras pensaba en esto, y después de colocar el libro en su sitio, oí la vocecilla de uno de esos duendes que viven en las estanterías (que sí, que sí, que es verdad), y que me señalaba otro pasaje que, a juicio del duende, podría gustarles a ustedes.
El pasaje en cuestión es uno que habla precisamente del placer de la lectura:
 
“Ese placer es tan curioso, tan complejo, tan intensamente fecundo para la mente de cualquiera que lo disfrute y tan copioso en sus efectos, que no resultaría en absoluto sorprendente descubrir […] que la razón por la que hemos salido de las cuevas y soltado los arcos y las flechas […] no es otra sino esta: hemos amado la lectura.”
(Virginia Woolf. Leer o no leer)
 
Y entonces recordé haber leído otro párrafo de otro libro en el que también se hacía referencia a esto de lo que estamos hablando. ¿Dónde era? Y sin mucha dilación el duende me señaló el libro y el párrafo que yo quería:
 
 “Porque la lectura de estos libros parece ejercer sobre nuestros sentidos un curioso efecto balsámico; nos hace ver las cosas con mayor intensidad; parece despojar al mundo de un velo y dotarlo de una vida más intensa.”
 (Virginia Woolf. Una habitación propia)
 
Sin duda, los subrayados de los libros, las marcas que en ellos deja el uso, son señales de  aprovechamiento, pruebas del servicio que prestaron, signos de  que no pasaron sin más por las manos de quien los leyó.
Así que yo seguiré encontrando interesantes los libros usados y pensaré que los que hoy son míos quizá un día sean de alguien a quien también le guste ver en ellos las huellas que  dejé yo.
Y mientras tanto, subrayaré y señalaré los pasajes que más me gustan, más que nada para facilitarles el trabajo a los duendes.
 
 

 

 
Los fragmentos corresponden a las siguientes ediciones:
- Helen Hanff. 84 Charing Cross Road. Anagrama, 2002
- Virginia Woolf. Leer o no leer y otros escritos. Abada Editores, 2013
- Virginia Woolf. Una habitación propia.  Alianza Editorial, 2012