miércoles, 28 de noviembre de 2012

La papelería de la plaza


Recuerdo una plaza como de pueblo, rodeada de soportales, tranquila, con bancos de madera, árboles alrededor, setos verdes y floridos todo el año y una iglesia de color teja. Y a un lado de la plaza, a la sombra de los soportales y entre otros comercios más modestos, una rutilante papelería.

La papelería de la plaza era un festival de olores. Olía a papel, a plástico, a tinta, a goma de borrar, a pegamento, a acuarelas, a libros nuevos…
Y era también y sobre todo, un festival de colores: cartulinas, papel pinocho, papel de seda, papel charol, lápices, rotuladores, cuadernos, papel de regalo...

Entrar en la papelería de la plaza era como entrar en el País de Oz, donde el color se convertía en el protagonista y yo me deleitaba  como en una tienda de golosinas.
Allí vendían, en efecto, golosinas de escritorio, y verdaderamente muchas veces me tuve que contener para no darle un mordisco a una goma de borrar que olía a fresa…

Y si durante el año la papelería era un arcoíris, cuando se acercaba la Navidad se convertía en un paraíso exuberante de colorines y fantasía, de brillos y reflejos, de texturas, de sensaciones desbordantes.
Figuritas, lazos, papel de plata, murales con montañas, estrellas que parecían de azúcar, ristras de lucecitas; cintas de espumillón multicolor, unidas en manojos que se me figuraban cabelleras delirantes; bolas de mil reflejos que por fuerza tenían que ser mágicas…
Qué festín para el paladar de los ojos, qué refulgente frenesí.

Pero si la papelería me embelesaba, la trastienda me intrigaba de forma irresistible.
A la trastienda se accedía por un paso que se abría entre las baldas y estantes que cubrían la pared, y que se estrechaba por los grandes rollos de papel de envolver que, puestos allí de pie, parecían vigilar la entrada como rígidos centinelas. 

Era como la entrada a un túnel secreto cuyo misterio solo conocían los vendedores, que entraban en él cada cierto tiempo y del que salían trayendo nuevos artículos deslumbrantes.
¿Qué maravillas se esconderían en aquella cueva del tesoro?
Yo me imaginaba que esa entrada daba a un almacén interminable, repleto de libretas, de estuches, de carpetas, de plástico para forrar los libros, de cajas, de papel de celofán, de pinceles con el pelo suave como el de un gato, de blocs con hojas enormes para dibujar…
Era fascinante pensar lo que allí podría haber...

Hace un par de años estuve en la plaza y me alegró ver que la papelería seguía en su sitio, y a pleno rendimiento, en aquel momento con su escaparate repleto de artículos de Primera comunión.
No quise acercarme, no sé bien por qué, pero quizá fue porque me gustan mis recuerdos y no quiero actualizar la imagen que guardo de aquella tienda maravillosa.


color pencils lápices de colores

domingo, 18 de noviembre de 2012

Parejas complejas, 7


Qué bellos momentos de confusión y perplejidad nos proporcionan las palabras cuando se asocian entre sí para desconcertarnos y alborotarnos el entendimiento.
Qué sutileza la de esos vocablos que, con solo cambiar una sílaba por otra; con solo cambiar de sitio una letra, o añadir un espacio entre ellas, ya se transforman en otro concepto distinto y nos dejan a la altura del betún a poco que nos descuidemos.

Qué fácil es confundir esfinge con efigie; cómo distinguir el liderato del liderazgo; en qué se diferencia la apertura de la abertura, y la abertura de la obertura
Y qué cuidado hemos de tener para no disecar lo que hemos de desecar y para no guarnecer lo que hemos de guarecer.


Pues bien, algunos hay que no parecen conscientes de esa posibilidad de confusión y se lanzan alegremente a utilizar en público algunas de estas palabras díscolas, cuando no malévolas, que siempre andan al acecho para pillarnos desprevenidos.

Free Stock Photo: Yellow Euro illustrationPor ejemplo, hace unas semanas, en un programa de Antena 3 en el que comentaban la actualidad política, apareció en pantalla un rótulo que refería las palabras de un ministro y que rezaba: “Hay que despejar las dudas entorno al euro”.
Efectivamente, ese entorno debiera haber sido en torno:


en torno: alrededor de
entorno: ambiente, lo que rodea


Pero no debemos dejarnos intimidar por la dificultad de algunas palabras, ni siquiera cuando  intimidar se asocia con  intimar:


intimar: exigir con autoridad o fuerza el cumplimiento de algo; estrechar la amistad con alguien.
intimidar: causar o infundir miedo; sentir miedo.


Aunque, según y cómo, nos pueden intimar e intimidar al mismo tiempo, ojo. E incluso nos puede intimidar la idea de intimar con alguien.


A algunos habría que intimarlos a que usaran el diccionario de vez en cuando, a ver si así dejaban de decir contornearse en vez de contonearse, que es lo que ocurre, por ejemplo, aquí:  “La mujer echó a andar, contorneándose con coquetería…” aquí: “… contorneándose todo lo que le permite su cuerpo, incluso bailando…”

contonearse: Hacer al andar movimientos afectados con los hombros y caderas.
contornear: Dar vueltas alrededor o en contorno de un sitio; perfilar, hacer los contornos de una figura.


Fuente
Y a propósito de dar vueltas, una vez, haciendo zapping, di con una película en la que unos jóvenes montaraces se aventuraban por una zona agreste y forestal. Pulsé ese botón del mando a distancia que permite ver en la pantalla los títulos de los programas, y según la información que apareció, la película era La cima del terror. Como supuse que los personajes habrían de subir a un monte en cuya cima, por
alguna ignota razón, pasarían mucho miedo, me quedé a ver… Y resultó que el miedo lo pasaban, sí, pero no en una cima, sino en una sima, que viene a ser justo lo contrario:

cima: punto más alto de los montes, cerros y collados.
sima: cavidad grande y muy profunda en la tierra.                             

 
Parece mentira que algo tan simple como ponerle a una palabra una c en vez de una s tenga tanta trascendencia. Pero así es, porque si confundir cima con sima está feo, imagínense confundir asesinar con acecinar:


asesinar: matar a alguien con premeditación y alevosía
acecinar: salar la carnes y ponerlas al aire para que se conserven.

Y es que podría decirse que en algunas ocasiones, utilizar las palabras correctamente es cuestión de vida o muerte.


Imagen pineada
¿Diccionarios? No: ¡es una tarta!


martes, 6 de noviembre de 2012

Dos palabras


Recientemente he añadido a mi vocabuario personal dos palabras nuevas.

Son dos palabras fabulosas, por su forma, por cómo suenan y por su significado.
Dos palabras que, me parece, no son muy prácticas, porque aún no he encontrado la manera de dejarlas caer en ninguna conversación cotidiana. Pero son tan estupendas que las traigo aquí por si ustedes tampoco las conocen y les resultan interesantes.
Las dos palabras en cuestión son apotropaico y bibliótafo.
Contundentes, ¿eh?

Apotropaico es, según el diccionario de la RAE, aquello que “por su carácter mágico, se cree que aleja el mal o propicia el bien.” Y deriva del griego apotropaios, "alejar el mal."

Al principio pensé que lo apotropaico era solo cosa de ritos y supersticiones ancestrales, como las ristras de ajo para ahuyentar a los vampiros, los talismanes y fórmulas antidemonios que salen en las películas, y los fetiches y objetos rituales que vemos en los museos arqueológicos.
Pero no. Indagando un poco más sobre esta palabra, he visto que lo apotropaico está muy presente en nuestras costumbres y nuestra cultura, porque algo tan común como tocar madera o cruzar los dedos para llamar a la buena suerte, son gestos apotropaicos, y los amuletos que muchas personas llevan consigo porque creen que les traerán buena suerte o los protegerán de la mala, son objetos apotropaicos.

Pero lo que más me llama la atención es queen algunas culturas de África y Asia existen también los nombres apotropaicos.

Son nombres que se relacionan con la fealdad, la enfermedad y con determinados animales (“gallina negra”, “hipopótamo”) y al po nerles a sus hijos esta clase de nombres, los padres buscan engañar a los entes malignos, haciéndoles creer que se trata de niños no deseados, pues estos no son atractivos para los demonios y por lo tanto no se los llevarán.
He aquí  la magia de las palabras.

En cuanto a bibliótafo, lo que más me ha sorprendido es que no aparece en el diccionario de la RAE, ni en el María Moliner, ni en el Espasa-Calpe… 
Yo me tropecé con esta palabra en un texto americano, y esto es interesante, porque el término está recogido en el diccionario Webster (americano) pero no en el Collins ni el Cambridge (británicos).

Pero lo que importa aquí es el significado de esta palabra tan curiosa, que denomina a aquella persona que oculta sus libros valiosos, que los esconde, que los encierra como en una tumba. 
No en vano en su etimología encontramos el sufijo griego taphos, que se refiere precisamente a la sepultura o enterramiento, como en epitafio y cenotafio.

El bibliótafo, por lo tanto, es poseedor de libros raros y valiosos, y en su afán por conservarlos impolutos, incólumes e incorruptos, los encierra en su biblioteca, bajo llave si hace falta, y los oculta a la vista de todos.

Pero yo creo que algunos, en nuestra modestia librera, somos también un poco bibliótafos, porque las circunstancias nos han llevado a ello.
No tenemos primeras ediciones, ni incunables ni nada parecido, y en una subasta no darían un euro por nuestros ejemplares. Pero para nosotros son valiosos por motivos que no se pueden tasar.
Y uno de estos  libros se lo prestamos un día a un amigo que nunca nos lo devolvió.
Otro se lo dejamos a otra persona que nos lo devolvió, sí, pero con la cubierta sucia, las esquinas dobladas y arena de la playa entre las páginas.
Por eso, tras perder para siempre varios libros y recuperar otros hechos una pena, decidimos no volver a prestar ninguno. Nunca más. A nadie. Ya está: bibliótafos a la fuerza.

Luego siempre acabamos haciendo alguna excepción, claro: personas de las que nos fiamos plenamente, porque  comprenden y respetan el apego que se le puede tener a un libro, y que probablemente han sufrido también las consecuencias de los préstamos desafortunados.
Pero para el resto del mundo, nuestros libros no se tocan.

Pero entonces, si muchos somos un poco bibliótafos y muchos también un poco apotropaicos, ¿por qué me está costando tanto colar estas palabras en mis conversaciones?