viernes, 28 de diciembre de 2012

Sucedió una tarde


Es curioso cómo a veces, de pronto, se nos viene a la memoria el recuerdo de una situación intrascendente, de una experiencia pasajera a la que no le dimos importancia.
Pero  resulta que ese hecho que sucedió sin más y en el que nunca volvimos a pensar, se quedó almacenado, sin nosotros saberlo,  en esa especie de coliflor que tenemos dentro de la cabeza.
Hace unos días me acordé, quién sabe por qué, de una de esas situaciones que tienen lugar un día cualquiera y que pasan sin dejar huella.
Aparentemente.
Tendría yo dieciséis o diecisiete años y era una tarde de verano.  Había quedado con mis amigas, y, como es habitual, mi puntualidad británica y yo llegamos las primeras. Me senté en un banco del paseo a esperarlas y a los pocos minutos llegó un muchacho.
Se sentó a mi lado y empezó a hablar conmigo.
No sé cómo entabló la conversación,  si me dijo su nombre, si me preguntó el mío, si quería saber la hora... no sé.
Lo que recuerdo es que en algún momento, por alguna razón, empezamos a hablar de los libros.
Me preguntó si  a mí me gustaba leer, y dijo que él no leía nunca porque los libros le parecían muy aburridos. Que había empezado algunos pero los había dejado en seguida.
Yo le dije, más o menos, que habiendo tantos libros en el mundo, seguro que alguno le gustaría, que no todos eran aburridos.
Entonces me pidió que le hablara de alguno que me hubiera gustado a mí y que le pudiera gustar a él. Y yo, echando mano de mis escasísimos conocimientos, le hablé de uno que había leído hacía poco y que era muy entretenido.
Me preguntó de qué trataba y  le conté el argumento brevemente.
Por supuesto yo entonces no sabía nada del simbolismo de la novela ni de su filosofía ni nada de eso. Mi lectura se había quedado en lo anecdótico, en lo divertido de la trama, en la fantasía del relato.

El libro en cuestión era El caballero inexistente, de Italo Calvino.
Y aunque en aquel momento ni el chico ni yo teníamos dónde apuntar el título, recuerdo que hizo un esfuerzo por memorizarlo, repitiéndolo lentamente, como si lo escribiera.  
Ya no me acuerdo de nada más, no sé cómo terminó la conversación, pero me imagino que llegarían mis amigas y me marché.

Ahora me pregunto si el muchacho recordaría más tarde el título del libro; y si lo recordó, me gustaría saber si lo compró y si lo leyó. Y especialmente me gustaría saber si le gustó.
Como dije al principio, nunca antes me había acordado de esta anécdota, pero cuando hace unos días apareció en mi pensamiento, como aparece una foto vieja en un cajón, pensé que probablemente esta fue la primera vez que le recomendé un libro a alguien.
Y también pensé que era muy curioso que alguien que decía aburrirse con los libros tuviera tanto interés por conocer alguno que le pudiera gustar.
Y por último, también he pensado que este hecho que al principio consideré intrascendente, ahora no me lo parece tanto.
 
 
 

martes, 18 de diciembre de 2012

La regla del beso

 
Hay una regla fundamental que se debe tener en cuenta en la elaboración de textos y que es similar a aquello de “lo bueno, si breve, dos veces bueno; y lo malo, si breve, menos malo”.
 
Es una regla o principio que  en inglés se denomina “the KISS rule”: Keep It Short and Simple, es decir, que sea breve y sencillo.
Ese es el mejor modo de hacernos entender fácilmente y  de evitar aburrir al prójimo.
La “regla KISS” se enseña en las escuelas y en los talleres de escritura, pero en realidad se puede aplicar en casi cualquier faceta de la vida y en cualquier ámbito profesional, porque hacer las cosas con sencillez, sin extenderse en adornos innecesarios, parece por lógica lo más conveniente para todo el mundo.
 
Pero diríase que es en el lenguaje, tanto escrito como hablado, donde más se nota y donde más estorba el aderezo excesivo, que puede tornar plúmbeo cualquier relato.
Esto no quiere decir que haya que quedarse a medias, que haya que dejar cosas sin decir por no alargar el texto. El texto debe tener la longitud que requiera lo que se ha de comunicar, siempre que todo lo que se diga sea necesario para entender el mensaje, no haya repeticiones de conceptos, divagaciones, etc.
De hecho, se dice que, en este sentido, la perfección se alcanza no cuando no hay más que añadir sino cuando no hay más que suprimir.
Y sin embargo, hete aquí que hay muchos que hacen justamente lo contrario: recargar su discurso sin añadir nada útil; alargar las frases con palabrería hueca o dar vueltas sobre lo mismo sin aportar nada nuevo ni provechoso.
Son los que en vez de ir al grano se van por las ramas, o los que pretenden darle cierta rimbombancia a su discurso, y en vez de decir “estamos tomando medidas” dicen “estamos poniendo en marcha toda clase de medidas”; o en vez de “para garantizar la seguridad de los asistentes al acto”, dicen “a fin de poder garantizar la total seguridad de todas aquellas personas que asistan al  acto.”
Pensando en esto, he descubierto yo solita que el alargamiento innecesario de las frases puede hacerse por niveles, según las ganas de darse importancia que tenga cada cual, o según su incapacidad para abreviar.
Y según esto,  para una frase concreta  he calculado cuatro niveles de alargamiento inútil.
 
La frase original puede ser “las sugerencias de los participantes”, a partir de la cual tenemos:
Nivel 1: las diferentes sugerencias de los participantes.
Nivel 2: las diferentes sugerencias aportadas por los participantes.
Nivel 3: las diferentes sugerencias aportadas por todos los participantes
Nivel 4: las diferentes sugerencias aportadas por todos y cada uno de los participantes.
 
Como se ve, la frase original y las demás, incluida la del nivel 4, significan exactamente lo mismo y aportan exactamente la misma información, aun siendo la última el doble de larga que la original.
Así que, si en cualquier momento, en cualquier ocasión y circunstancia, perciben ustedes que alargo y prolongo innecesaria e inútilmente alguna de mis frases, o incluso todas y cada una de ellas, avísenme por favor, mandándome un KISS bien grande.
Lo agradeceré.

 
 
 

sábado, 8 de diciembre de 2012

El engaño

Cuento
 
Trabajo en la recepción de un lujoso centro de estética. Aunque en vez de “trabajo” debería decir “vivo”, porque siempre estoy aquí.
Pero lo malo no es pasarme la vida entre estas paredes, lo malo es que aquí nadie aprecia mi potencial.
Bueno, me valoran por mi belleza, claro, y por eso estoy aquí, porque causo buena impresión a la clientela.
Pero eso es todo. No saben nada de mí. Nadie. Saben que estoy ahí, siempre en mi puesto, pero no tienen ni idea de mis cualidades, de las posibilidades que se ocultan bajo mi porte esbelto y elegante.
 Por supuesto soy consciente de que podría estar en sitios peores, en condiciones peores. Al fin y al cabo este lugar es agradable y aquí tengo una función que cumplir, aunque sea de un rango muy inferior a mi categoría.
Además es una forma fácil de ganarme el sustento y en ese sentido no tengo ninguna queja.
Pero el tener cubiertas las necesidades físicas no lo es todo. Y siento que todo lo que tengo que ofrecer, todo lo que podría dar al mundo, se está desperdiciando lastimosamente.
Cuando estaba en mi país de origen soñaba con otro tipo de vida, acorde con mi valía, con lo que llevo dentro, y me ilusioné mucho cuando supe que me traerían aquí. Creí que aquí  encontraría esa vida que soñaba, que aquí las personas sabrían apreciar  mis cualidades y sacar partido de ellas.
Pero me trajeron engañada, como a mis compañeras de viaje.
 Yo siempre me vi a mí misma en un gran laboratorio, colaborando con los científicos, aportando mi granito de arena a sus investigaciones y descubrimientos de nuevos fármacos.
Qué maravilloso tiene que ser ayudar a las personas, contribuir a su bienestar, a mejorar su salud y sus condiciones de vida.
Qué maravilloso compartir los dones que la naturaleza nos ha otorgado y sentirse útil así.
Pero cada día que paso aquí mis sueños se alejan un poco más. Y llegará un momento en que me verán mustia y ajada y ya no me querrán ni para esto. Simplemente me sustituiran por otra, que probablemente no tendrá las propiedades que tengo yo, pero será hermosa y saludable, y al parecer eso es lo  único que importa.
Porque aquí no necesitan más que una simple planta ornamental,  mientras que yo soy mucho más que eso: yo soy una exótica y valiosa planta medicinal, y en mis hojas está la solución a un gran problema médico.
Pero nadie se ha dado cuenta.

 

miércoles, 28 de noviembre de 2012

La papelería de la plaza


Recuerdo una plaza como de pueblo, rodeada de soportales, tranquila, con bancos de madera, árboles alrededor, setos verdes y floridos todo el año y una iglesia de color teja. Y a un lado de la plaza, a la sombra de los soportales y entre otros comercios más modestos, una rutilante papelería.

La papelería de la plaza era un festival de olores. Olía a papel, a plástico, a tinta, a goma de borrar, a pegamento, a acuarelas, a libros nuevos…
Y era también y sobre todo, un festival de colores: cartulinas, papel pinocho, papel de seda, papel charol, lápices, rotuladores, cuadernos, papel de regalo...

Entrar en la papelería de la plaza era como entrar en el País de Oz, donde el color se convertía en el protagonista y yo me deleitaba  como en una tienda de golosinas.
Allí vendían, en efecto, golosinas de escritorio, y verdaderamente muchas veces me tuve que contener para no darle un mordisco a una goma de borrar que olía a fresa…

Y si durante el año la papelería era un arcoíris, cuando se acercaba la Navidad se convertía en un paraíso exuberante de colorines y fantasía, de brillos y reflejos, de texturas, de sensaciones desbordantes.
Figuritas, lazos, papel de plata, murales con montañas, estrellas que parecían de azúcar, ristras de lucecitas; cintas de espumillón multicolor, unidas en manojos que se me figuraban cabelleras delirantes; bolas de mil reflejos que por fuerza tenían que ser mágicas…
Qué festín para el paladar de los ojos, qué refulgente frenesí.

Pero si la papelería me embelesaba, la trastienda me intrigaba de forma irresistible.
A la trastienda se accedía por un paso que se abría entre las baldas y estantes que cubrían la pared, y que se estrechaba por los grandes rollos de papel de envolver que, puestos allí de pie, parecían vigilar la entrada como rígidos centinelas. 

Era como la entrada a un túnel secreto cuyo misterio solo conocían los vendedores, que entraban en él cada cierto tiempo y del que salían trayendo nuevos artículos deslumbrantes.
¿Qué maravillas se esconderían en aquella cueva del tesoro?
Yo me imaginaba que esa entrada daba a un almacén interminable, repleto de libretas, de estuches, de carpetas, de plástico para forrar los libros, de cajas, de papel de celofán, de pinceles con el pelo suave como el de un gato, de blocs con hojas enormes para dibujar…
Era fascinante pensar lo que allí podría haber...

Hace un par de años estuve en la plaza y me alegró ver que la papelería seguía en su sitio, y a pleno rendimiento, en aquel momento con su escaparate repleto de artículos de Primera comunión.
No quise acercarme, no sé bien por qué, pero quizá fue porque me gustan mis recuerdos y no quiero actualizar la imagen que guardo de aquella tienda maravillosa.


color pencils lápices de colores

domingo, 18 de noviembre de 2012

Parejas complejas, 7


Qué bellos momentos de confusión y perplejidad nos proporcionan las palabras cuando se asocian entre sí para desconcertarnos y alborotarnos el entendimiento.
Qué sutileza la de esos vocablos que, con solo cambiar una sílaba por otra; con solo cambiar de sitio una letra, o añadir un espacio entre ellas, ya se transforman en otro concepto distinto y nos dejan a la altura del betún a poco que nos descuidemos.

Qué fácil es confundir esfinge con efigie; cómo distinguir el liderato del liderazgo; en qué se diferencia la apertura de la abertura, y la abertura de la obertura
Y qué cuidado hemos de tener para no disecar lo que hemos de desecar y para no guarnecer lo que hemos de guarecer.


Pues bien, algunos hay que no parecen conscientes de esa posibilidad de confusión y se lanzan alegremente a utilizar en público algunas de estas palabras díscolas, cuando no malévolas, que siempre andan al acecho para pillarnos desprevenidos.

Free Stock Photo: Yellow Euro illustrationPor ejemplo, hace unas semanas, en un programa de Antena 3 en el que comentaban la actualidad política, apareció en pantalla un rótulo que refería las palabras de un ministro y que rezaba: “Hay que despejar las dudas entorno al euro”.
Efectivamente, ese entorno debiera haber sido en torno:


en torno: alrededor de
entorno: ambiente, lo que rodea


Pero no debemos dejarnos intimidar por la dificultad de algunas palabras, ni siquiera cuando  intimidar se asocia con  intimar:


intimar: exigir con autoridad o fuerza el cumplimiento de algo; estrechar la amistad con alguien.
intimidar: causar o infundir miedo; sentir miedo.


Aunque, según y cómo, nos pueden intimar e intimidar al mismo tiempo, ojo. E incluso nos puede intimidar la idea de intimar con alguien.


A algunos habría que intimarlos a que usaran el diccionario de vez en cuando, a ver si así dejaban de decir contornearse en vez de contonearse, que es lo que ocurre, por ejemplo, aquí:  “La mujer echó a andar, contorneándose con coquetería…” aquí: “… contorneándose todo lo que le permite su cuerpo, incluso bailando…”

contonearse: Hacer al andar movimientos afectados con los hombros y caderas.
contornear: Dar vueltas alrededor o en contorno de un sitio; perfilar, hacer los contornos de una figura.


Fuente
Y a propósito de dar vueltas, una vez, haciendo zapping, di con una película en la que unos jóvenes montaraces se aventuraban por una zona agreste y forestal. Pulsé ese botón del mando a distancia que permite ver en la pantalla los títulos de los programas, y según la información que apareció, la película era La cima del terror. Como supuse que los personajes habrían de subir a un monte en cuya cima, por
alguna ignota razón, pasarían mucho miedo, me quedé a ver… Y resultó que el miedo lo pasaban, sí, pero no en una cima, sino en una sima, que viene a ser justo lo contrario:

cima: punto más alto de los montes, cerros y collados.
sima: cavidad grande y muy profunda en la tierra.                             

 
Parece mentira que algo tan simple como ponerle a una palabra una c en vez de una s tenga tanta trascendencia. Pero así es, porque si confundir cima con sima está feo, imagínense confundir asesinar con acecinar:


asesinar: matar a alguien con premeditación y alevosía
acecinar: salar la carnes y ponerlas al aire para que se conserven.

Y es que podría decirse que en algunas ocasiones, utilizar las palabras correctamente es cuestión de vida o muerte.


Imagen pineada
¿Diccionarios? No: ¡es una tarta!


martes, 6 de noviembre de 2012

Dos palabras


Recientemente he añadido a mi vocabuario personal dos palabras nuevas.

Son dos palabras fabulosas, por su forma, por cómo suenan y por su significado.
Dos palabras que, me parece, no son muy prácticas, porque aún no he encontrado la manera de dejarlas caer en ninguna conversación cotidiana. Pero son tan estupendas que las traigo aquí por si ustedes tampoco las conocen y les resultan interesantes.
Las dos palabras en cuestión son apotropaico y bibliótafo.
Contundentes, ¿eh?

Apotropaico es, según el diccionario de la RAE, aquello que “por su carácter mágico, se cree que aleja el mal o propicia el bien.” Y deriva del griego apotropaios, "alejar el mal."

Al principio pensé que lo apotropaico era solo cosa de ritos y supersticiones ancestrales, como las ristras de ajo para ahuyentar a los vampiros, los talismanes y fórmulas antidemonios que salen en las películas, y los fetiches y objetos rituales que vemos en los museos arqueológicos.
Pero no. Indagando un poco más sobre esta palabra, he visto que lo apotropaico está muy presente en nuestras costumbres y nuestra cultura, porque algo tan común como tocar madera o cruzar los dedos para llamar a la buena suerte, son gestos apotropaicos, y los amuletos que muchas personas llevan consigo porque creen que les traerán buena suerte o los protegerán de la mala, son objetos apotropaicos.

Pero lo que más me llama la atención es queen algunas culturas de África y Asia existen también los nombres apotropaicos.

Son nombres que se relacionan con la fealdad, la enfermedad y con determinados animales (“gallina negra”, “hipopótamo”) y al po nerles a sus hijos esta clase de nombres, los padres buscan engañar a los entes malignos, haciéndoles creer que se trata de niños no deseados, pues estos no son atractivos para los demonios y por lo tanto no se los llevarán.
He aquí  la magia de las palabras.

En cuanto a bibliótafo, lo que más me ha sorprendido es que no aparece en el diccionario de la RAE, ni en el María Moliner, ni en el Espasa-Calpe… 
Yo me tropecé con esta palabra en un texto americano, y esto es interesante, porque el término está recogido en el diccionario Webster (americano) pero no en el Collins ni el Cambridge (británicos).

Pero lo que importa aquí es el significado de esta palabra tan curiosa, que denomina a aquella persona que oculta sus libros valiosos, que los esconde, que los encierra como en una tumba. 
No en vano en su etimología encontramos el sufijo griego taphos, que se refiere precisamente a la sepultura o enterramiento, como en epitafio y cenotafio.

El bibliótafo, por lo tanto, es poseedor de libros raros y valiosos, y en su afán por conservarlos impolutos, incólumes e incorruptos, los encierra en su biblioteca, bajo llave si hace falta, y los oculta a la vista de todos.

Pero yo creo que algunos, en nuestra modestia librera, somos también un poco bibliótafos, porque las circunstancias nos han llevado a ello.
No tenemos primeras ediciones, ni incunables ni nada parecido, y en una subasta no darían un euro por nuestros ejemplares. Pero para nosotros son valiosos por motivos que no se pueden tasar.
Y uno de estos  libros se lo prestamos un día a un amigo que nunca nos lo devolvió.
Otro se lo dejamos a otra persona que nos lo devolvió, sí, pero con la cubierta sucia, las esquinas dobladas y arena de la playa entre las páginas.
Por eso, tras perder para siempre varios libros y recuperar otros hechos una pena, decidimos no volver a prestar ninguno. Nunca más. A nadie. Ya está: bibliótafos a la fuerza.

Luego siempre acabamos haciendo alguna excepción, claro: personas de las que nos fiamos plenamente, porque  comprenden y respetan el apego que se le puede tener a un libro, y que probablemente han sufrido también las consecuencias de los préstamos desafortunados.
Pero para el resto del mundo, nuestros libros no se tocan.

Pero entonces, si muchos somos un poco bibliótafos y muchos también un poco apotropaicos, ¿por qué me está costando tanto colar estas palabras en mis conversaciones?




lunes, 22 de octubre de 2012

Traducciones simpáticas



Terminaba la entrada anterior con una referencia a ciertas expresiones que se utilizan en español directamente, es decir, no en textos traducidos, sino elaborados originalmente en español. Son frases que en algún momento fueron traducidas de forma inexacta y que así se siguen reproduciendo.

Una de ellas es “más grande que la vida”,  traducción literal de “bigger than life”, expresión que equivale a extraordinario.
Se utiliza con frecuencia en críticas y comentarios sobre obras artísticas, por ejemplo películas y videojuegos, en frases como “Un cine más grande que la vida”. 

Y siempre con ese sentido de extraordinario, magnífico, sensacional, superior, excelente, sobresaliente, maravilloso, fuera de lo común, grandioso
¡Anda!, cuántas formas tenemos en español para decir bigger than life sin tener que calcar la expresión inglesa…
Bueno, yo estoy segura de que las personas que han utilizado la expresión en estos textos saben perfectamente que es un ‘transplante’ lingüístico innecesario y tontorrón, pero a lo mejor les parece que queda muy chuli y moderno.

Nuestra segunda expresión del día es “truco o trato”, que, como todo el mundo sabe, es la versión española de “trick or treat”, la famosa fórmula que caracteriza la fiesta americana de Halloween.
Yo tengo dos teorías con las que me intento explicar por qué en un momento dado “trick or treat” se convirtió  en “truco o trato”.
dreamstime.com

Primera teoría: lo tradujo alguien que sabía que trick significa truco y que treat significa tratar (verbo); pero no sabía que trick también significa travesura o broma, ni que treat (sustantivo) significa golosina, chuchería, regalo, detalle.
Porque al fin y al cabo de eso se trata: de dar golosinas o regalitos a los niños para que no te hagan una trastada.
Segunda teoría: se tradujo así a sabiendas de que “truco o trato” es una traducción muy poco atinada, pero se eligió esta forma para mejor imitar el ritmo y la sonoridad de la expresión original.

A colación de esto –y permítanme la tontería- intento yo imaginarme qué pasaría si los americanos nos copiaran a nosotros alguna de nuestras celebraciones tradicionales, propias y arraigadas en la tierra de los siglos. Por ejemplo, los desfiles procesionales de la Semana Santa, o la Feria de Sevilla, los Carnavales de Cádiz, las Fallas de Valencia…
Tendrían que transplantar al inglés expresiones propias de dichas fiestas, con el ridículo resultado de “To the heaven with her!” (¡Al cielo con ella!), cuando levantaran el trono o paso de la Virgen; o “Long live the Captive!” (¡Viva el Cautivo!), cuando pasa por las calles la figura del Cristo hecho preso; o “Excellent there, my soul! (¡Ole ahí, mi arma!); “What a salt-shaker you have!” (¡Qué salero tienes!).
Y cosas así.

La última expresión de hoy es “simpatía por el diablo” ("sympathy for the devil"), locución muy famosa y popular porque es el título de una canción de The Rolling Stones.
Pero, como muchos saben y algunos desconocen, sympathy no significa simpatía, sino compasión.
De hecho, en los diccionarios aparecen sympathy y compassion como sinónimos.
Una vez más, estamos ante una “fotocopia”,  una traducción palabra por palabra, de esas que tanto nos dejan en evidencia.

La expresión “sympathy for the devil” se usa en inglés cuando alguien manifiesta compasión o pena por alguien que no merece esa condolencia.
Si nos compadecemos de un canalla por el castigo que le impone la ley, alguien nos podrá decir que eso es “sympathy for the devil”.

Por otro lado, también se usa esta expresión para referirse a una narración que está planteada desde el punto de vista del malo.

The Rolling Stones, en su canción Sympathy for the Devil, juegan precisamente con los dos usos de la expresión: por un lado, la canción está escrita en primera persona y es el diablo el que se expresa (“Permitan que me presente/ soy un hombre que…”), y por otro, nos pide, él mismo, que tengamos compasión de él, pues quiere que le pongamos freno después de todas las maldades que ha cometido a través de los siglos: “Necesito un poco de control/ así que si se encuentran conmigo/ tengan la amabilidad/ muestren un poco de compasión…”

Como se ve, ni la expresión en sí  ni la canción tienen que ver con que el diablo nos resulte simpático ni nos caiga bien.

Es que el fenómeno de los “falsos amigos” es ciertamente muy curioso e interesante, sobre todo porque  parece un capricho lingüístico, una cuchufleta ideada por un duendecillo  que se divirtiera trasteando con las palabras. Pero es en realidad una mera y lógica consecuencia de la evolución del lenguaje y de los vaivenes que experimentan los significados de las palabras, según el uso que los hablantes hacen de las distintas acepciones de las mismas.
Una cuestión apasionante, ¿a que sí?



viernes, 12 de octubre de 2012

Traducciones simpáticas

Primera parte

Una de las cosas que más me llaman la atención de los idiomas son las artimañas que despliegan para hacer tropezar en lo más tonto a quien se adentra en los vericuetos de una lengua extranjera.

Y de entre esas artimañas malévolas, quizá la que más mosquea al incauto forastero es la que con gran tino se denomina “falsos amigos”.
Como es bien sabido, los falsos amigos son esos vocablos traidores que nos hacen creer que son una cosa cuando son otra muy distinta. Esas palabras que tienen la misma o muy semejante apariencia en un idioma y en otro, pero significados dispares.
Hay abundantes ejemplos en todos los idiomas, y algunos son muy populares.


Por ejemplo, del italiano conocemos el burro, que es la mantequilla, y la gamba, que, por supuesto, es la pierna. Y sabemos que una lupa es una loba, un bollo es un sello, el verbo salire significa subir y guardare significa mirar. A pesar de las apariencias.
Y la palabra francesa marron, ya se sabe, significa castaña (por lo que comerse un marrón en Francia es mucho mejor que comérselo en España, y perdón por el chiste fácil). Además dos significa ‘espalda’ y très significa ‘muy’. Très bien!


Y un alemán que sea Alt no es alto sino viejo, un Bote es un mensajero y un Ente es un pato.
En fin, la cosa daría para hacer listas interminables, pero hay unos cuantos falsos amigos en la lengua inglesa que me parecen particularmente interesantes, por sí mismos y porque sistemáticamente nos los encontramos traducidos de forma literal en películas, series, artículos, etc.
Es decir, que consiguen engañar una y otra vez a quien se topa con ellos.


No me refiero a esos falsos amigos que todo el mundo conoce y en los que nadie –se supone- tropieza, como carpet (carpeta alfombra); actual (actual verdadero); constipated (constipado estreñido); library (librería biblioteca); fabric (fábrica tejido); conductor (conductor director de orquesta), etc.
Me refiero a otras palabras y expresiones que, como digo, raramente se ven traducidas con exactitud, lo cual es muy sorprendente, porque averiguar el significado de una palabra es una de las cosas más fáciles del mundo.


                                   Es lo que ocurre, por ejemplo, con bizarre.
Bizarre, tanto en inglés como en francés, tiene el sentido de raro, extraño, mientras que la palabra española bizarro equivale a valiente, audaz.
Sin embargo, por influencia del inglés, se suele utilizar bizarro para referirse a algo extravagante, y así hemos leído por ahí: “Otra costumbre bizarra” , “el souvenir más bizarro”, “Los 10 festivales mas bizarros del mundo”, etc.
Este uso está tan extendido, y es tan ignorado el significado español, que no me extrañaría que con el tiempo la palabra española bizarro llegara a adquirir “oficialmente” el significado que tiene en inglés y francés.
Es decir, que lo que hoy día es un error, puede llegar a convertirse en el significado legítimo de la palabra.
Castillos más grandes se han venido abajo.


Otra de las palabras que con mucha frecuencia se traducen falsamente es dramatic y la correspondiente forma adverbial dramatically.
Quien se deja llevar por las apariencias lo traduce como dramático cuando el contexto nos dice claramente que su sentido es drástico, radical.
Así escuchamos o leemos, por ejemplo, que el cerebro infantil "experimenta cambios dramáticos" cuando se aprende otro idioma; o que a algunas personas les gusta "cambiar de imagen dramáticamente"; o que tal cosa supone "un aumento dramático del bienestar".
A veces no es necesario el diccionario siquiera. Bastaría con un poco de sensatez.

En películas y series también se suele traducir literalmente la expresión herbal tea, con lo que los personajes se toman un té de hierbas, que no es nada, porque herbal tea significa sencillamente infusión.
Y también es frecuente que los personajes de las películas digan frases como “Huyeron en un convertible negro”, porque alguien se ha dejado engañar por uno de esos falsos amigos tan traicioneros y no se ha fijado en que, en español de España, un convertible es un descapotable.

Podríamos poner muchos más ejemplos, claro está, y seguramente a ustedes se les están viniendo a la cabeza unos cuantos.
Pero hay otros casos de expresiones calcadas, que en un momento determinado se interpretaron palabra por palabra y que se han perpetuado así en nuestra cultura popular, de tal manera que puede que muchos de los que utilizan o reciben esas frases no sean conscientes de su origen extranjero ni de la falta de exactitud -o el esnobismo- que llevan implícitos.

¿Diversión? No: Desvío

lunes, 1 de octubre de 2012

Cuento. Pascualito


Pascualito tenía seis años y lo que más le gustaba del mundo era escribir.
Todavía no tenía mucho que decir, ni mucha soltura en el trazo, pero desde el momento en que descubrió esa novedad que eran las letras, ni un solo día dejó de usar su lápiz.

Siempre lo llevaba en la mano, como si esperara que en cualquier momento le saliera al paso un papel en blanco y quisiera estar preparado para aprovechar la ocasión.

Había tomado por costumbre sentarse en la mesa del salón, con el lápiz en la mano, un cuaderno delante y el periódico del día al lado. Le gustaba hacerse el interesante fingiendo leer las noticias. Entonces, al cabo de unos minutos se decidía por una y empezaba la fiesta: ¡a copiar!

Y así pasaba las tardes, interrumpiendo la tarea solo para merendar.

Un día, en el colegio, la maestra le preguntó con ironía:
-¿Qué haces, Pascualito?
-Nada, señorita.
-Exacto, Pascualito, no haces nada. Tus compañeros haciendo sumas, y tú nada de nada.
-Es que no me gusta hacer sumas, señorita.
-Vaya, no te gusta hacer sumas, ¿eh?
-No -dijo Pascualito.
-Pero habrase visto niño insolente. ¿Vas a hacer las cuentas, sí o no?
-No -dijo Pascualito, convencido de que le estaban dando a elegir.

Y entonces, para gran sorpresa de Pascualito, la maestra dijo:
-Pues te quedas sin recreo, y además vas a escribir "Los niños desobedientes hacen copias”.
Dio media vuelta y escribió la frase en la pizarra:
-Venga, escribe eso en el cuaderno.
Y Pascualito, sin dilación, lo copió.

Entonces levantó la vista hacia la maestra, como diciendo “¿Y ahora qué?”
-Ahora cópialo diez veces.
Y Pascualito, con gran satisfacción, se puso a copiar con deleite la frase, una y otra vez.

Mientras, sus compañeros habían salido al patio y desde el aula se escuchaba el griterío alegre de sus juegos.
Cuando Pascualito terminó su faena se levantó y fue a la mesa de la maestra.
-Ya está -le dijo, mientras le entregaba el cuaderno.
-A ver…
La maestra contó las frases. Sí, diez. Los renglones un poco ondulados y la línea de las letras insegura, pero eran diez frases, una después de otra, y sin un solo borrón. Ni siquiera en desobediente. Sorprendente en un gaznápiro como Pascualito, pensó la maestra.

-Muy bien -dijo devolviéndole el cuaderno-. Y ya sabes que cada vez que no hagas lo que se te dice te quedarás sin recreo y haciendo copias. Anda, vete a tu sitio, que va a sonar el timbre.

Al poco rato sus compañeros volvieron del patio y para entonces Pascualito ya había decidido que su maestra era la más buena del mundo, pues le había permitido quedarse en la clase escribiendo, en vez de tener que ir al patio a jugar al fútbol con los otros niños.

Así fue cómo Pascualito aprendió que para que a uno lo dejen hacer lo que le gusta tiene que negarse a hacer lo que le disgusta.




Aquí, "De cómo Pascualito aprendió a leer"