domingo, 23 de octubre de 2011

Cuento. William el cabezota

(Inspirado en hechos reales)


En una lejana ciudad vivió una vez un hombre sencillo, trabajador, divertido e inteligente que tenía la cabeza llena de historias.
Eran historias que a todos encandilaban y que hablaban de reyes valientes que luchaban en terribles batallas junto a sus soldados; de príncipes tristes; de mujeres rebeldes; de amores imposibles; de hadas y duendes…

Sus historias se representaban en el teatro, y siempre resultaban un gran éxito, de modo que William, que así se llamaba este hombre, era muy querido y admirado.

Tenía muchos amigos, pero en especial dos de ellos, John y Henry, se preocupaban por el destino de esas extraordinarias historias, y le decían:

-Oye, William, deberías tener más cuidado con tus obras.
-¿Más cuidado? –preguntaba William sorprendido. -¿Por qué decís eso, queridos míos?
-Pues porque deberías recopilarlas, ordenarlas y publicarlas.
-¿Publicarlas? ¿Para qué?
-Pues para que todo el mundo pueda leerlas, hombre.
-Pero mis historias no son para leerlas. Son para el teatro. Mis personajes viven en el escenario.
-Bueno, sí, eso está muy bien -decía Henry-, pero en el teatro tienen una vida efímera. Se representan durante un tiempo y luego son sustituidas por otras.
-Es verdad, William, -añadía John-. Sería una gran lástima que esas historias y personajes maravillosos cayeran en el olvido.
-¿Y no es el olvido el destino de todo, incluídos nosotros mismos? -decía William, que era muy  modesto.

Y así, una y otra vez, John y Henry intentaban convencerlo de que sus obras eran muy valiosas y merecían un lugar en la posteridad.
Pero cada vez William se mostraba incrédulo y despreocupado con eso de la posteridad y la gloria.

Así que lo dejaban por imposible y se marchaban algo contrariados por la tozudez de su genial amigo.
-Qué cabezota es…
-Es que este Shakespeare… no sabe lo que vale.



jueves, 13 de octubre de 2011

No somos tan malos


Tengo la sensación –bueno, en realidad tengo la evidencia- de que los que nos interesamos por el lenguaje y comentamos los errores que se comenten a diario en los medios de comunicación, le caemos fatal a un buen porcentaje de la población.

Resultamos antipáticos, entrometidos y maleducados. Se da por hecho que nos consideramos superiores a los demás y se nos avisa con dedo amenazador de que nosotros también cometemos errores.
Como si no lo supiéramos, cuando precisamente por ese interés lingüístico que nos adorna, somos los primeros conscientes de esa posibilidad.

Hombre, en todas partes hay maniáticos y exagerados a los que les da por algo, así que claro que hay quien va por ahí afeándole el uso del lenguaje a los demás e interrumpiendo para corregir. Pero esos son los raros, y ya los conocemos: son los entrañables policías gramaticales, que tanta gracia hacen.

Pero los que simplemente pensamos que hay que intentar hacer las cosas lo mejor posible, que escribir y expresarse correctamente es necesario y que las normas de ortografía y redacción no son un capricho, no tenemos mala idea. Somos personas corrientes y molientes, con un interés determinado que es el estudio del lenguaje.

Y tampoco  es que vayamos buscando faltas y errores, es que simplemente nos salen al paso, cual florecillas silvestres en medio de un prado.
Aparecen jocosas aquí, allá y acullá, y mientras a otros les pasan desapercibidas, nosotros, porque nos interesa el tema, las percibimos sin querer, sin necesidad de ir prestando atención.

Lo que sí que me llama la atención es que nadie mire mal a nadie cuando se critica al que mete la pata en cualquier otro terreno.
Se critica al médico, al profesor, al fontanero, al entrenador, al jugador y al taxista si hacen mal su labor. Y nos parece lógico que se los critique, pues lo propio es querer y esperar que las cosas se hagan bien.
Pero si criticas al profesional que usa incorrectamente el lenguaje, entonces eres un pedante y un cansino.
Y si haces un poco de guasa con las peculiaridades del lenguaje de la calle, eres también una mala persona que se ríe de los demás.

Al margen de esto, creo que la mayoría no somos muy conscientes de que nuestra manera de expresarnos, al hablar y al escribir, es una carta de presentación que dice de nosotros tanto como nuestra forma de vestir y nuestros modales.
Por eso todos, en todos los ámbitos de la vida, deberíamos aspirar a conocer el lenguaje lo mejor posible y a usarlo con toda corrección, pues eso nos dará prestigio y proyectará una buena imagen de nuestra persona.
Lo contrario nos hará parecer poco preparados, descuidados y negligentes, con el perjuicio que esto implica, sobre todo en el terreno profesional, sea cual sea.

Y no, no hace falta que nuestros interlocutores sean eruditos ni académicos para que aprecien el buen hablar y el bien escribir. La corrección y el esmero en el uso del lenguaje es algo que el hablante percibe de manera intuitiva, aunque no pueda dar razones técnicas,  ni falta que hace.