lunes, 30 de junio de 2008

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Observo desde mi terraza un panorama inusual. Algo grande ha debido ocurrir y yo no me he enterado.
La gente se ha echado a la calle a celebrar algo. Todos están contentísimos, gritan, saltan, cantan, se abrazan, agitan banderas... Hay un ruido abrumador, que debe ser el sonido de la felicidad. Los coches dan vueltas y vueltas; uno toca el claxon y otros le contestan repitiendo un ritmillo sincopado que todos conocen.
Pongo la tele en busca de un programa informativo que me aclare la situación. Espero encontrar algún locutor anunciando que se ha encontrado la cura definitiva para el cáncer, o la vacuna contra el sida... No, no hay nada de eso. Sigo cambiando de canal... hablan de fútbol, parece que el equipo nacional ha ganado un partido importante, pero no doy con la noticia que explique los fuegos artificiales y la alegría desbordante que hay en la calle. Quizá los países han llegado a algún acuerdo utópico, o quizá han dado con la fórmula para acabar con la miseria en el mundo, o para dejar de depender del petróleo... Nada, no hay más que fútbol en todas las cadenas... ¡Ah!, ya me imagino, un tanto desilusionada: será una noticia de alcance sólo provincial, y como no tengo sintonizado ningún canal local... Decido bajar a la calle a preguntarle a la gente. Me acerco a un matrimonio con dos niños pequeños que agitan sendas banderitas rojigualdas. Le pregunto a la señora qué ha pasado, qué se celebra, y mientras mi corazón se prepara para unirse al alborozo colectivo, veo que la señora, el marido y hasta los chiquillos me miran asombrados, incrédulos y casi asustados. "Pero, mujer -me dice la señora- ¿tú de dónde has salido?". "De mi casa", respondo apabullada. "¡Chiquilla, que España ha ganado la Copa de Europa! ¡Que somos campeones!"
"¡Oé, oé, oé, oé...!", grita la familia al unísono, mientras se une a otro grupo de felices que pasa junto a nosotros en ese momento. "¡Campeones, campeones...!"
"Desde luego, cómo soy -me recrimino- Un acontecimiento así y yo pensando en tonterías".

miércoles, 25 de junio de 2008

¿Todo está en los libros?



Dice mi amigo John que él nunca se aburre porque siempre lleva consigo un libro, y que no entiende cómo nadie capaz de leer pueda aburrirse alguna vez. Como todos nos encontramos de vez en cuando en situaciones aburridísimas, y yo no soy ninguna excepción, estaba completamente de acuerdo con esa opinión. Pero hace unos días tuve una experiencia burocrática que me indujo a pensar que no sólo los libros son el remedio para pasarlo bien en ámbitos aburrientes.

La sala de espera del dentista, cualquier oficina de trámites, la espera del tren... son algunos ejemplos paradigmáticos de situaciones que requieren algo para leer, y, como digo, hace unos días mientras aguardaba mi turno para un trámite burocrático, saqué el libro que para la ocasión llevaba en el bolso.

La cuestión es que, a los pocos minutos, me di cuenta de que el ambiente que me rodeaba era mucho más entretenido que el libro. Y no es que el libro no me gustara. Es que la variedad de personajes, acentos, estilos y modos que me rodeaban era de tal riqueza y peculiaridad, que merecía la pena prestarle atención.
Primero me fijé en las personas propiamente dichas.
Había un niño, demasiado mayor para ir en un carrito, que hablaba con un cuento-Los siete cabritillos- al que le decía que era un avión. Había señoras, de edades y formas corporales diversas, vestidas como para ir a la playa, y me refiero a que iban prácticamente en bikini. Dos jóvenes inmigrantes pedían ayuda a un español para rellenar un impreso. Había también un hombre que canturreaba y bostezaba al mismo tiempo...
Después me centré en las conversaciones. En el puesto de honor, la consabida cháchara sobre la falta de personal para atender al público: "Pero si es que hay más gente en el paro que trabajando", decía alguien. "Pues que pongan a unos pocos a trabajar aquí", contestaba otro. "Pero es que no hay presupuesto ", sentenciaba el último. Y esa conversación quedaba zanjada. Luego hubo otra sobre el hambre que tenía una niña que llevaba allí con su madre dos horas. Madre poco previsora, por cierto.

Y otra entre dos jóvenes que se conocían y se encontraron allí casualmente: 
-Mira, ¿tú que haces aquí?
-Aquí, a arreglar esto del ese.
-Ah, ¿lo de eso?
-No, que va, lo de eso tengo que venir otro día. Esto es para lo otro. 
-Pues no veas, ¿no? 
-Ya te digo. 
-Pues yo me voy a ir.
-Sí, ¿no? 
-Sí, porque tengo que ir a lo del coche del Fali...

Mejor que mi libro, confirmo.

Probablemente John, en su Escocia natal, no disfruta de estas formas de entretenimiento intelectual que nosotros tenemos aquí, por eso el pobre tiene que recurrir a los libros.




sábado, 21 de junio de 2008

Y es de verdad



Vivo en un edificio grande y casi no conozco a mis vecinos. Yo no tengo mucho interés en que esto cambie y, al parecer, los demás tampoco, cosa que agradezco. A veces coincidimos en el ascensor, pero simplemente nos saludamos, cambiamos algunas frases por educación y miramos alternativamente al techo y al suelo del habitáculo mientras subimos o bajamos.

Pero hay una señora que vive varios pisos más abajo a la que sí conozco. Sé hasta su nombre. De hecho, creo que es la única persona de todo el edificio que nos conoce a todos y a la que todos conocemos.

No sé cómo ha conseguido llegar a conocernos a todos, pero es fácil darse cuenta de por qué todos sabemos de ella. Por un lado, su aspecto es llamativo. Siempre lleva la misma ropa: durante el buen tiempo, un vestido estampado con flores enormes y colores horribles. Y durante los meses de frío, un jersey que le está grande, de color indefinido, y una falda marrón.
Por otro lado, cabe sospechar que se corta el pelo ella misma o deja que se lo corte un mono.

Esta mujer habla a grito pelado y hace preguntas indiscretas. Pero, para compensar esta mala costumbre, una vez que ha preguntado no deja contestar. Enlaza su pregunta con una serie de anécdotas propias que relata en un tono que asusta. Parece estar permanentemente enfadada y a punto de llevar a cabo una venganza.

Debe tener más de cincuenta años, pero tiene una hija de apenas cinco. La niña, que grita como su progenitora, pero con un tono más chirriante, al parecer no quiere comer nunca y la madre piensa que está enferma y pretende curarla a voces. Y es que la señora opina que las personas estamos en el mundo para comer, y que si uno, por motivos de salud o de estética no puede comer todo lo que quiera, no merece la pena vivir y es mejor morirse. Así me lo dijo hace unos días, cuando me encontré con ella en el vestíbulo mientras esperaba el ascensor, y los dieciséis tramos de escalera que me separaban de mi casa me impedían evitar el encuentro.

Llegó con la niña de la mano, dándole tirones, resoplando y quejándose.
-¡A estas horas estoy ya...!
-¿Cansada? –pregunté por cortesía.
-Bueno, cansada también, pero lo que digo es que estoy muerta de hambre. Usted también, ¿no?
-Bueno...
-Aunque usted no parece que coma mucho, ¿es que está a régimen?
-No, yo...
-Porque eso es un suplicio. Yo me pongo a régimen a cada momento, pero no aguanto ni tres días, y luego me pongo a comer con unas ganas...

Llegamos por fin a su planta. El ascensor se abrió y ella salió directa hacia su puerta, olvidada ya por completo de mí. Pero antes de que el ascensor se cerrara, pude oír que le decía a la niña con tono ofuscado:
-¡Y ahora a comer sin rechistar, o te pongo el plato de sombrero!

“Pobre criatura”, pensé, aunque no estoy segura de si me refería sólo a la niña o también a la madre.

miércoles, 18 de junio de 2008

Unidos por la oreja

Hasta hace poco las parejas iban por la calle amarraditas, como dice la canción, de tres formas distintas, a saber : de la mano, por la cintura o por los hombros.
Pero últimamente he visto que hay una forma nueva: por la oreja. Las parejas que muestran este nuevo estilo de enlace personal suelen ser jóvenes y tradicionales, o sea, chico y chica. Sin embargo, no van de la mano ni de ninguna de las formas tradicionales. Van sueltos, uno al lado del otro, pero comparten un MP3 ó 4, con un auricular cada uno, él en la oreja derecha y ella en la izquierda o viceversa.
Lo bonito del caso es que para todo parecen previamente de acuerdo: para cruzar, para pararse en los semáforos, para echar de nuevo a andar, para volver la cabeza... Qué simetría, que coordinación, qué ballet callejero.
Y si es que no se han puesto de acuerdo previamente, entonces es mejor aún: no cabe duda de que están hechos el uno para el otro. Sería imposible tal coordinación espontánea si no fueran almas gemelas.